
Nacer - Crecer - Metallica - Morir es el elocuente título de la biografía de la banda más exitosa de la historia del heavy metal, escrita por Paul Brannigan e Ian Winwood, que Malpaso Editores distribuyó hace poco en la Argentina. El libro, con tapa negra y letras negras (como se debe), repasa la historia del cuarteto hasta 1990, porque es la primera parte del recorrido.
Mientras los metaleros cruzan los dedos para que el coronavirus no se lleve puesta también la visita de Metallica a Buenos Aires, por gentileza de la editorial ofrecemos como adelanto el fragmento de la biografía en el que se narra el primer encuentro entre James Hetfield y Lars Ulrich. Y acá no hace falta dar vuelta la página.
El invierno de 1980 se abrió paso inexorablemente hacia la primavera y, una mañana, Ron McGovney llegó al instituto para descubrir a Hetfield vaciando la taquilla contigua a la suya. Desconcertado, le preguntó a su amigo qué hacía. Hetfield le contestó que su madre acababa de fallecer, y que su hermana y él debían dejar Downey para mudarse con David Hale y su esposa Lorraine a Brea, a unos 25 kilómetros al este.
La salud de Cynthia Hetfield llevaba años deteriorándose. Pero, debido a que la ciencia cristiana prohibía recibir atención médica, ella había rechazado cualquier diagnóstico o tratamiento. El 19 de febrero de 1980, a apenas un mes de su cincuenta cumpleaños, Cynthia murió. De acuerdo con los preceptos de su religión, no se celebró ningún funeral, lo que impidió que los hijos iniciasen un proceso de duelo con el que asimilar la pérdida.
«Vimos marchitarse a mi madre —dice Hetfield—. Culpo en gran medida al desasosiego por el divorcio y a las tensiones. Fue muy traumático. Mi padre se llevó consigo el negocio, así que ella se quedó sin nada y tenía que mantenernos. Mi hermana y yo nos mirábamos, sin decir nada. Era una trampa sin salida, porque éramos conscientes de la enfermedad y de que, por supuesto, iba a empeorar. Estábamos atrapados en una cárcel en esa situación. No podíamos decir nada. Mis hermanos (y ellos eran lo suficientemente mayores para entender las cosas) llegaron al final y dijeron: “Aquí hay algo que va muy mal y hay que conseguir ayuda”. Pero para entonces ya era demasiado tarde.»
«No teníamos ni idea —confesaba McGovney—. Estuvo desaparecido como diez días, y pensamos que se habría ido de vacaciones. Cuando nos contó que su madre había muerto, nos quedamos sin palabras.»
McGovney no perdió el contacto con Hetfield cuando este retomó el curso en el instituto Brea Olinda. Muy pronto le llegaron noticias del nuevo grupo de su colega, Phantom Lord, con Jim Mulligan, compañero de clase de Hetfield, aporreando la batería, y un chico de primer año llamado Hugh Tanner (Hetfield le había dirigido la palabra, a pesar de ser más pequeño, porque se había presentado en clase de carpintería con una guitarra Flying V que quería restaurar). En realidad, Phantom Lord existió más como concepto que como realidad: el trío jamás actuó en directo y solo ensayaba esporádicamente, pero eso no fue obstáculo para que en el dormitorio de Tanner se urdiera nada menos que la próxima revolución en el rock. El éxito del insolente y jactancioso debut de Van Halen de 1978 había dejado obsoleta, de la noche a la mañana, buena parte del hard rock estadounidense más notorio, y Phantom Lord tenía confianza en acelerar aún más el cambio: combinaría la testosterona y el descaro de los de Pasadena con los sonidos más pesados y oscuros de grupos europeos como Judas Priest, Accept y Scorpions. Para comenzar con la tarea, no obstante, necesitaban un bajista, y Hetfield encontró en McGovney la solución a ese problema concreto, a pesar de que su amigo no tenía ningún bajo y ni siquiera sabía tocar el instrumento. De cualquier forma, la banda se procuró diligente un bajo del Downey Music Centre y, durante varios fines de semana, Hetfield instruyó a McGovney en el cuarto de este, antes de reunirse con Tanner y Dave Marrs para rondar con nocturnidad por Sunset Boulevard hasta sitios como el Whisky a Go Go, el Starwood y el Troubadour, donde los roqueros de dormitorio podían examinar a las otras bandas que tenían por rivales.
La escena rock de Hollywood en torno a 1980 era un circo: puro teatro y espectáculo, todo relumbrón y artificio. Una ralea que venía del glitter rock de mediados de los setenta y que se había incubado en clubes del Sunset Strip como English Disco, de Rodney Bingenheimer, donde figuras como las Runaways y Zolar X intercambiaban consejos sobre maquillaje y quaaludes con las drag-queens callejeras y las lolitas del valle; una extravagante sociedad de baja estofa en la que primaba lo chillón, lo chabacano y echarle morro, y que se tenía a sí misma por fabulosa. Todo esto aterrorizaba y repugnaba a partes iguales a Hetfield y a sus secuaces adolescentes, que volvían a la periferia convencidos de que personajes como Dante Fox, White Sister y Satyr eran obstáculos muy pequeños en sus planes para la dominación mundial. Al graduarse en el instituto Brea Olinda, Hetfield expresó de forma diáfana sus proyectos en el anuario del curso: «Tocar música, hacerme rico». Cuando reapareció por la institución al cabo de unas semanas, en su nuevo cargo de conserje del Brea Olinda, sus compañeros tuvieron la cortesía de guardarse sus pensamientos para sí mismos.
Ese mismo verano, Hetfield, incentivado por su recién conquistada independencia económica, dejó la casa de David y Lorraine Hale. Los padres de McGovney poseían tres viviendas de alquiler en Norwalk, justo en una zona que la California Transportation Commission había marcado para ser demolida durante el proyecto de construcción de la autopista 105. Antes de que las excavadoras camparan a sus anchas, James y Ron fueron invitados a ocupar una de esas viviendas vacías gratis. No hubo necesidad de repetírselo. Muy pronto, las paredes del 13004 de Curtis and King Road estuvieron convenientemente tapizadas con pósteres de Aerosmith, Judas Priest y Michael Schenker. La pareja de adolescentes procedió luego a reformar e insonorizar el garaje contiguo, convertido en el nuevo local de ensayo de Phantom Lord. Pero, con la pintura todavía fresca, Hetfield desveló que tenía un nuevo nombre de lo más radical para la banda. Tal vez aturdido por la escena del Sunset o simplemente colocado por los efluvios de la pintura, declaró que los días de Phantom Lord habían terminado y que el colectivo a partir de ese momento respondería solo al nombre de Leather Charm, los últimos renegados del rocanrol de Los Ángeles.

Seguramente, ha sido para bien que todo vestigio de Leather Charm haya desaparecido para siempre. Así uno solo puede especular sobre la influencia del celo adolescente de Hetfield en el estribillo del tema «Hades Ladies», o en la histeria libidinosa que podrían haber desatado entre las princesas del rock de West Hollywood títulos como «Handsome Ransom» y «Let’s Go Rock ‘n’ Roll». De todos modos, en cuanto Hugh Tanner, primero, y Jim Mulligan, después, le comunicaron al líder de su grupo que la idea no les convencía nada, la historia de Leather Charm cayó con estrépito desde sus botas de plataforma.
Sintiéndose culpable hasta cierto punto por haber torpedeado los sueños de rocanrol de su amigo, Tanner se comprometió con Hetfield para ayudarle a montar un nuevo vehículo para su talento. En la primera semana de mayo de 1981, Tanner trajo un ejemplar del Recycler, la revista de anuncios de Los Ángeles: había rodeado con un círculo un mensaje de la sección «Se necesitan músicos», donde ponía: «Batería busca a otros músicos de metal con los que tocar. Influencias: Tygers of Pan Tang, Diamond Head, Iron Maiden». El anuncio incluía un número de teléfono con el prefijo de Newport Beach, y cualquier persona interesada debía preguntar por Lars. Tanner llamó y concertó un ensayo de prueba en un estudio de Fullerton para la semana siguiente.
Algunas veces, durante el primer encuentro entre dos músicos, brota entre ellos una química especial, una suerte de identificación instintiva que trasciende la simple constatación de los méritos y las aspiraciones de cada uno. Cuando el 6 de julio de 1957, en una celebración en los jardines de la iglesia parroquial de Woolton, el quinceañero Paul McCartney conoció a John Lennon, un año mayor que él, ambos muchachos se quedaron mutuamente sorprendidos del talento del otro, y dos semanas más tarde McCartney fue invitado a unirse a los Quarrymen. Cuando la tarde del 12 de agosto de 1968 Jimmy Page invitó a John Paul Jones, Robert Plant y John Bonham para tocar juntos en el estudio de un sótano de la Gerrard Street londinense, los cuatro hombres se dieron cuenta de que habían dado con una aleación de proporciones colosales antes de terminar «Train Kept A-Rollin», la primera canción que interpretaron juntos. Las sesiones para componer el debut de Led Zeppelin comenzarían la semana siguiente.
Sin embargo, no hubo ni rastro de esa magia intangible la primera vez que James Hetfield y Lars Ulrich se reunieron. Se mire como se mire, la sesión que había reservado Hugh Tanner fue un fiasco, y la culpa recayó sobre las baquetas de Lars Ulrich. Dicho secamente, aquel chaval no sabía tocar. Sí que le daba bien a la lengua, parloteando sin pausa con un acento cantarín que parecía atravesar el océano Atlántico sin necesidad de echar ningún ancla, pero lo que era mantener hasta el más rudimentario 4/4 se le hacía una montaña inalcanzable. Perdiéndose en la música, con los ojos cerrados ante el pie de micro, Hetfield era una y otra vez devuelto a la realidad del local mientras la sesión llegaba de forma calamitosa a un final prematuro. Si abría los ojos, el californiano veía el tambaleo terminal de los platillos y la caja ante las sacudidas entusiastas que les propinaba el joven batería que había detrás. El bochorno acabó cuando Tanner paró la sesión, aunque aún no se hubiera agotado el tiempo reservado. Ulrich, no obstante, parecía igual de animado. Mientras cargaba su kit en la parte trasera del AMC Pacer de su madre, el batería exclamó: «¡Tenemos que repetirlo!». Hetfield y Tanner sonrieron con caballerosidad y emitieron unos bufidos de asentimiento. Ya que no es precisamente una persona dada a mirar por los retrovisores de la vida, mientras partía desde ese estudio para cubrir los treinta minutos de camino hasta Newport Beach, Lars Ulrich se quedó sin ver a sus nuevos amigos intercambiar unas sonrisas, para luego estallar en carcajadas.