13/02/2020

Pink Floyd, rankeado de peor a mejor

Todos los lados de la Luna.

Storm Thorgerson / Capitol Records / Gentileza
Pink Floyd

Hay que decirlo: la carrera de Pink Floyd no es la más prolija de todas. Entre idas y venidas de miembros, dictaduras creativas, conceptos ambiciosos y puja de egos, los primeros damnificados siempre fueron sus trabajos. Para ponerles número se necesita amor y odio en partes iguales por un corpus fracturado, capcioso y repleto de trampas. Como si se tratara de una suerte de Indiana Jones, se debe atravesar a los machetazos una jungla a veces inexpugnable, porque allá adelante hay un templo. Y dentro descansan los tesoros.

Aquí comienza la aventura de poner en orden de grandeza a su discografía:

15. The Endless River (2014)

Pink Floyd

Gran banda sonora para bañarse en colonia Colbert dentro de un living con paredes de madera empotrada. Un acto mudo de necromancia, parte elegía al finado Rick Wright, parte broche de estaño de una carrera cuanto menos irregular, y solemne exhumación de lo descartado veinte años antes en The Division Bell (1994). Este bruto bloque instrumental tiene todos los vicios amables del "Gilmour Floyd" (“Surfacing”, “Anisina”, “Talkin’ Hawkin’”), pero apenas pasa el límite de un ambient hecho a los ponchazos. La lavada “Louder than Words” intenta meter con fórceps el concepto de que las acciones hablan más fuerte que las palabras y, sin querer, termina subrayando con brocha gorda la intención del disco. Cual botella de agua reciclada, contiene el líquido. Pero mejor no acercarle un alfiler porque se pincha.

14. A Momentary Lapse of Reason (1987)

Pink Floyd

El primero después de la salida de Roger Waters y la manzana de la discordia que comenzó las disputas legales por el nombre Pink Floyd. Aunque arranque con “Signs of Life”, basta fumarse los 44 minutos restantes para entender que “signos vitales” es un eufemismo de “pulso filiforme”. “The Dogs of War”, “On the Turning Away” y “Sorrow” aggiornan hasta ahí el sonido de la banda, mientras que los intentos por ser modernos en los 80 sin dejar los floydeanismos (“Learning to Fly”, “Yet Another Movie” y “One Slip”) espantan hasta al más talibán. Para colmo, Genesis había logrado la reconciliación entre prog y pop un año antes (y mejor) con Invisible Touch. La lengua karateka de Waters dio la definición más certera del disco: “Una falsificación inteligente”.

13. Ummagumma (1969)

Vendehumo como pocos. Un tótem doble de una hora y media que se salva del olvido (y del final de esta lista) por la trampa que supone su primer disco, el registro en vivo que anticipa la mítica obscenidad del Live at Pompeii. La segunda mitad es un frankenstein absoluto. Acá aparece el modelo de trabajo que pagaría las cuentas por un tiempo: una o dos canciones para cada integrante, y a cantarle a Gardel. Aunque hayan mandado una cantidad de fruta insondable, Gilmour (“The Narrow Way”) y Wright (“Sysyphus”) salen de la jodita con la ropa apenas arrugada. El mismísimo guitarrista admitió años después que no tenía idea de lo que estaba haciendo cuando lo grabaron. Si eso dice él sobre lo suyo, imagínense los otros dos.

12. The Final Cut (1983)

Se le quiere dar más chapa de la que merece, pero es lo que es: un disco solista de Waters. La megalomanía estaba a flor de piel y lo que dejó es un lamento que tiene sueños de cotillón (“The Post War Dream”, “The Gunner’s Dream”), algo parecido a Floyd (“The Final Cut”, “The Fletcher Memorial Home”, “Two Suns in the Sunset”) y un resto de bostezos. Igual de poco memorable que el concepto antibélico que lo enmarca.

11. A Saurceful of Secrets (1968)

Sucio y desprolijo. Después de la salida de Syd Barrett, Pink Floyd quedó a la deriva. Waters empezó tímidamente a calzarse el traje de dictador y se estableció como el cerebro de la banda: compuso “Let There Be More Light” y “Set the Controls for the Heart of the Sun”, la plantilla mántrica de rock psicodélico espacial que definiría el floydeanismus astral. El cierre es con la única canción que Barrett había dejado preparada: “Jugband Blues”. Para sorpresa de nadie, es mejor que todo lo que la antecede. Todavía no se sabe cómo escaparon al juicio por delitos de lesa humanidad después del tema homónimo.

10. Meddle (1971)

El que gana por lindo, pero que si habla la embarra. Sí, acá están “One of These Days” y “Echoes”, ambos quintaesenciales, pero como con la segunda parte de El Padrino, está todo bien, aunque la primera es mejor. “A Pillow of Winds” y “Fearless” suenan a eso: secuelas de Atom Heart Mother. “San Tropez” lo tiene a Waters cantando sobre un intento de standard de jazz. En “Seamus”, un perro aúlla sobre el blues garabateado de Gilmour. Más o menos lo mismo, pero con distintos perros.

9. More (1969)

Otro caso de “hay que pagar el ABL”; esta vez, con un resultado más que digno. La banda sonora de la película More (1969) de Barbet Schroeder es una de las pocas cosas diferentes que Pink Floyd se permitió hacer. También, donde el potencial de las composiciones grupales empezó a asomar cabeza. Hay hard rock erecto en “The Nile Song”, porro pastoral marca Incredible String Band en “Cymbaline” y free-jazz peposo en “Up the Khyber”. Tanto la obra de Schroeder como este soundtrack serían luego a la contracultura francesa lo que Easy Rider (1969) fue para la norteamericana.

8. Obscured by Clouds (1972)

El que pierde por callado, pero que a la primera oportunidad te sorprende. Segunda banda sonora. Descubrieron el sintetizador VCS3, pólvora de cañón para lo que vendría. Amalgamaron odiseas electrónicas (“Absolutely Curtains”) con folk de picnic (“Wot’s...Uh the Deal”), rock a la Zeppelin (“The Gold It’s in the…”) e instrumentales a la Focus (“When You’re In”). El solo en “Mudmen” adelanta actos de prestidigitación.

7. The Division Bell (1994)

Vuelta triunfal de Rick Wright a la banda. Si Waters había sido el cerebro, el tecladista siempre fue el corazón. En el disco, Enya choca contra un camión con acoplado: nace el Floyd new-age. Con el sol de frente, el entonces trío creó un sonido ideal para los centros de reflexología sin quedar como hadas. Las manos de Gilmour se encontraban en estado de gracia divina: reescribió su blues con “What Do You Want From Me”, firuleteó bello en “Coming Back to Life” y compuso una para la envidia secreta de Phil Collins, “Take It Back”. Si faltaba algo, “High Hopes” ponuso punto final con un solo de lap-steel estratosférico.

6. The Wall (1979)

La muerte de la ópera-rock. Un churrasco de vaca sagrada: quedó medio zuela, pero sigue siendo riquísimo. A cuarenta años de su lanzamiento, cae como comerse ese bife cuando tenés gota. Sin embargo, la meditación de Waters es atemporal y universal. Soundtrack de adolescente perturbado por antonomasia.

5. Animals (1977)

Amargo obrero. Todas las bandas tienen un disco que garpa con el tiempo y este es el de Pink Floyd. Mala leche, surreal y enojado a pleno: acá el desprecio por la humanidad es un leit motiv de alto octanaje de sombras. Recauchutaron sobrantes de Wish You Were Here y sacaron dos temazos: “Sheep” y “Dogs”. “Pigs on the Wing” le dio un marco de corazones dorados a tanta oscuridad. “Pigs (Three Different Ones)” fue la respuesta lírica al punk, pero de frac y champagne. Apareció el chancho volador y empezó la rebelión en la granja.

4. Atom Heart Mother (1970)

Vapuleado, desmerecido y olvidado injustamente, es el disco más aventurero y uno de los que más cohesión ostentan en toda la discografía de Pink Floyd. La suite homónima de 23 minutos es un universo paralelo en el que Ennio Morricone nació inglés. “If”, “Summer ‘68” y “Fat Old Sun” se van pasando la posta en una caminata por la pradera. “Alan’s Psychedelic Breakfast” se sienta en la misma mesa junto a “Sunday Morning” de Velvet Underground y Morning Phase de Beck en el panteón de odas a la mañana. La vaca que te mira en la tapa es un bad trip accidental de Storm Thorgerson que podría ser exhibida en el Tate Modern sin transpirar.

3. Wish You Were Here (1975)

Antes Household Objects, el proyecto infructuoso de hacer música con objetos cotidianos que encararon después del megaéxito. Para haber estado tan perdidos, nada mal. Epitafio para Barrett desde el fondo del corazón. Al mismo tiempo, crítica rabiosa de la industria musical. Las nueve partes de “Shine On You Crazy Diamond” suenan en el espacio en loop si se las sintoniza con la antena correcta. Con “Have a Cigar” inventaron la psicodelia de cámara. “Wish You Were Here” está en el Top 3 de canciones para cuando empezás a tocar la guitarra y es Top 1 indiscutido del Pink Floyd franela. Creativo, desesperado e inagotable, relegado al tercer puesto sólo por los titanes.

2. The Piper at the Gates of Dawn (1967)

La marca de agua en todos los billetes que produjo la psicodelia. Cuenta la leyenda que mientras Pink Floyd lo grababa en Abbey Road, los Beatles, que estaban en el estudio contiguo, pasaron a chusmear y tomaron nota para Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967). La romantización de Syd Barrett como genio demente ignora lo clara que fue su visión en este disco. Por suerte después existió The Madcap Laughs (1970). Chocan los viajes al espacio (“Astronomy Domine”, “Interstellar Overdrive”) con el surf lounge (“Lucifer Sam”), las pesadillas de medio minuto (“Pow R. Toc H.”) y la naiveté Sarah Kay (“The Gnome”, “Bike”). Aún con semejante debut, quedaron afuera “See Emily Play” y “Arnold Layne”, dos singles que por sí mismos son una institución. Bajar por la madriguera del conejo nunca sonó tan bien.

1. The Dark Side of the Moon (1973)

El que ponés cuando querés estrenar un equipo de música. No es sólo un logro aplastante de producción; es la comunión milagrosa de cuatro tipos que quedaron enganchados accidentalmente los unos con los otros. La historia de la humanidad en poco menos de 45 minutos de momentos míticos e inimitables, solos imposibles, teclados que acolchan paredes y verdades de una pluma prodigiosa. La biblia contemporánea que todavía hoy, cual mantra que se repite y repite, sigue siendo relevante. Apela, incluso cuando no hay palabras, al sentimiento más primal, paradójico y paranóico del ser humano: el miedo. Miedo al tiempo, la locura, el dinero (o la falta de) y la muerte. Miedo incluso a uno mismo y quienes nos rodean. A las consecuencias de una sociedad trastornante que, a fin de cuentas, es el mal menor. Si algún día bajan extraterrestres al planeta, ésta debería ser la carta de presentación de la humanidad.