
"¡No se escucha! ¡No se escucha!", grita el público en el sector trasero del Campo Argentino de Polo. El campo delantero sí recibe un sonido acorde y no se plega al reclamo, que llega como un murmullo a los oídos de Paul McCartney. El exbeatle, acostumbrado al amor del público local -y, tal vez, aún alerta tras la reacción de los chilenos tras su saludo a Sebastián Piñera, el jueves pasado-, escucha las voces que llegan desde el fondo y las considera un mensaje de aliento. Rasguea su Les Paul y empieza con la siguiente canción. Salvo por algunos mínimos ajustes, el volumen -con dos torres de sonido desactivadas, evitando los problemas que llevaron a la clausura del predio tras el show de Hernán Cattáneo- no mostraría variaciones a lo largo el recital.
Son las 23:45 y el "And in the end, the love you take is equal to the love to make" marca el final de la noche. Salir no es una tarea fácil: la marea se mueve lenta, lentísima, abriéndose camino entre accesos que se abren a último momento y vallados que no deberían haber estado ahí a esa hora. Una vez fuera del predio el ritmo no mejora, afectado por el tránsito aún habilitado en las avenidas del Libertador y Bullrich, más vallas que bloquean el paso y vendedores ambulantes de sándwiches, remeras alusivas y cervezas St. Wendeler ocupando preciados metros cuadrados de espacio. "Menos mal que esta era la salida de emergencia, si pasaba algo estaríamos todos muertos", se ríe alguien a punto de huir por la salida de Dorrego. Tiene razón.
Varias cuadras más al sur, la cosa no cambia demasiado. El tránsito por Cerviño se mueve a paso de hombre, las colas en las paradas del Metrobús para subirse al 152 siguen su rumbo hacia el asfalto de Santa Fe, y quienes buscan tomarse un taxi o un Uber descubren rápido que nunca se está lo suficientemente lejos como para encontrar la calma necesaria. Pasará un rato largo para que las 65 mil personas que fueron a Palermo para asistir a un show que no tuvo la calidad de sonido correcta para la mayoría de ellos puedan terminar de desconcentrarse hacia sus casas.
El espectador argentino -de música, pero también de cualquier evento masivo- parece estar preso de la inoperancia o la desidia de quienes debieran ofrecerle mínimas comodidades. Es una manta corta: un sonido pésimo o vibraciones insoportables para los vecinos de un barrio residencial. Caos de tránsito o predios ubicados en zonas tan alejadas que conseguir un transporte público se vuelve una misión imposible. O, como sucedió anoche, pueden aplicarse casi todas las variables al mismo tiempo.
Hasta acá, las soluciones planteadas siguen siendo insuficientes. La Ciudad del Rock, el proyecto del Gobierno de la Ciudad para recibir recitales internacionales, no preveía el pequeño detalle de la conexión de Villa Soldati con el resto del área metropolitana. (Para el Hipódromo de San Isidro, también lejos del centro, hubo que esperar años para que Trenes Argentinos habilite servicios de madrugada en ocasiones especiales.) La llegada del Buenos Aires Arena, a fines de este año, debiera evitar inconvenientes de sonido aunque mantiene el signo de pregunta sobre si Villa Crespo podrá recibir a 20 mil personas con su infraestructura actual. Los vecinos dicen que no; la Justicia tiene sus dudas.
Los saltos en la cotización del dólar y la contracción económica han reducido al mínimo los anuncios de nuevos shows -tanto nacionales como internacionales- para los próximos meses. El parate forzado podría ser una oportunidad para que todos los involucrados se sienten en el tablero y busquen mejorar la experiencia de asistentes y vecinos, tanto dentro como fuera de los estadios. Sobran los ejemplos de cómo se trabajaron estos problemas en otras partes del mundo; Buenos Aires, autoproclamada la capital cultural de América latina, no debiera ser menos.