
Cada vez que surge un género que interpela a los jóvenes, cada vez que los informes muestran que Duki tiene más clicks que Charly García, cada vez que un actor aparece en la tapa de Rolling Stone, cada vez que las estadísticas muestran que hay menos solos de guitarra, cada vez que Abel Pintos gana el Gardel de Oro. En los últimos años, hemos desarrollado una capacidad sistemática para repetir, de manera casi cíclica, que "el rock ha muerto”.
Basta con googlear la frase para encontrar infinidad de informes titulados así. En medios argentinos pero también mexicanos, paraguayos, chilenos y angloparlantes. Hasta Forbes lo afirma.
La discusión es tentadora, claro. El auge y la caída de una cultura que fue contracultura. De un movimiento que también es industria. De un arte que también es mercancía. De un sistema simbólico que le habló a les jóvenes de todo el mundo y les dio identidad. Debatir cada ítem, o todos al mismo tiempo, es algo que el rock permite tal vez mejor que nadie. Y ver como todo ese lenguaje se retira paulatinamente (y con algunos regresos) de su lugar de supremacía, es algo que merece ser analizado y debatido, incluso a riesgo de que las conclusiones no sean las más reveladoras.
Tal vez convenga ir por partes. Y ver cuál de todas sus propiedades ha perdido el rock en los últimos años. ¿La de mantenerse como contracultura? ¿La de interpelar? ¿La de imponer tendencias y modas? ¿La de sonar en las radios? ¿La de llenar estadios?
A simple vista, parece que de todas puede haber perdido un poco, pero de ninguna su totalidad. El rock, como tantos otros agentes culturales, se transforma, se resignifica, se desdobla, absorbe y sigue en pie. Con mayor o menor relevancia, pero en pie.
Ahora bien. Si el rock ha de morir, o ha de estar muerto ya, quien suscribe no cree que se deba a ninguna de los síntomas enumerados en el primer párrafo, sino más bien por sus propios errores.
Tomemos los últimos 15 años del rock argentino y veamos algunos sucesos extramusicales que lo han puesto en las primeras planas: 194 muertos en Cromañón, dos muertos en Olavarría, otros tantos en shows de La Renga, en Las Pastillas del Abuelo, Pity Álvarez preso por homicidio, Cristian Aldana cumpliendo condena por abuso sexual y corrupción de menores, decenas de denuncias de acoso y abuso aún no esclarecidas.
Y en una escala mucho menor de gravedad pero con similar resonancia y pobreza de responsabilidad comunicacional: la foto de Iorio con Biondini, las declaraciones de Gustavo Cordera en TEA Arte y los tuits de Andrés Calamaro diciendo que al recientemente fallecido Lucas Carrasco (sentenciado a 9 años de prisión por abuso sexual agravado) “lo condenó la ley del hashtag”.
Si me preguntan, creo que cualquiera de esos sucesos le hace peor al rock que un sintetizador, una batería electrónica o el Duki usando autotune. ¿A qué tipo de público piensa atraer un artista que despide con honras a un violador, uno que asegura que “hay mujeres que necesitan ser violadas para tener sexo”, uno que se fotografía con un neonazi y uno que sobrevende sus shows sin el más mínimo control de seguridad? ¿Dónde hay contracultura ahí? ¿Cuán rockero es reproducir discursos de sometimiento y dominación de una minoría?
Por supuesto que el rock no se reduce a eso. Siempre tendremos un disco de Marilina Bertoldi o de Babasónicos, o una canción desconocida, que nos muestren otros mundos posibles y nos obliguen a replantearnos cosas. Siempre tendremos bandas tocando para las Abuelas o en Zanón. Y siempre podremos apoderarnos de las buenas canciones de Calamaro y las frases memorables del Indio Solari. Ahí y en las nuevas formas de hacer rock reside su inmortalidad.
Como Neil Young, creo que el rock and roll no morirá jamás. Estaría bueno, eso sí, que los que crecieron junto a él lo ayuden a envejecer con dignidad.