09/07/2021

Sex Pistols, Maria Callas, Eminem y Justin Bieber según John Waters

Leé un fragmento del libro "Consejos de un sabelotodo".

Greg Gorman / Caja Negra / Gentileza
John Waters

Más que un director de culto, John Waters es una anomalía dentro del cine estadounidense. Sus películas iniciales han generado desde asco hasta fanatismo. Pero este flacucho nacido en Baltimore en 1946 es también escritor, actor y emblema queer. Y con más de 70 años, se planteó una suerte de Biblia personal cruzada con un hermosamente delirante manual del buen vivir.

"Pertenecemos a una suerte de club, una periferia lunática orgullosa de agruparse. Existe un camino a la desgracia muy gozoso allá afuera y, si me permiten ser su gurú, les enseñaré cómo triunfar en la insanidad hasta tomar control de su baja autoestima”, escribe John Waters en Consejos de un sabelotodo, que Caja Negra acaba de publicar en la Argentina. Por gentileza de la editorial, reproducimos un fragmento del capítulo "Tengo ritmo", en el que el cineasta analiza su propio (buen) gusto musical y da pistas como para construir el propio.

Odié a los Beatles ni bien aparecieron porque eran demasiado alegres. No consumí música popular entre 1964 y 1976 hasta que escuché a los Sex Pistols por primera vez. Por fin había llegado un nuevo sonido antihippie que podría enfurecer a toda leyenda musical previa. Incluso antes de ser conocidos en los Estados Unidos, recuerdo cuando me llevaron a ver a los Pistols fuera de Londres y cómo esta cultura nueva me tomó por sorpresa. ¡El pogo!, aquí estaba el opuesto exacto a los bailes de cotillón a los que me habían obligado a ir cuando era adolescente. ¡Y la diosa punk Jordan! ¡Dios mío! Era algo completamente diferente en cuanto a estándares de belleza radical. ¡Su cabello puntiagudo como de Estatua de la Libertad! ¡Esas prendas de goma y cuero! Ese maquillaje geométrico en la cara. Además, podía cantar a los gritos de manera tan aterradora como los Pistols. Divine vio a Jordan una sola vez y lloriqueó: “Ahora me siento una del montón”. Jordan sigue viva, y convive con su madre en una autoimpuesta éminence grise, dormida en los laureles como bien lo merece por haber sido la Primera Dama de la periferia lunática del punk. ¡Nadie te desplazará de ese trono, Jordan! Eres nuestra presidenta emérita del estilo y sigues gobernando como una reina.

Amo el punk. Me siento a salvo en ese mundo y, por supuesto, me doy cuenta de que no es algo para nada nuevo en estos días. De hecho, he sido anfitrión cuatro años seguidos de lo que en realidad es un festival de nostalgia punk en Oakland, California, llamado Burger Boogaloo, programado de forma brillante por su promotor Marc Ribak. Aquí, grupos punk del pasado (The Dwarves, The Mummies, The Damned) resurgen junto a artistas principales como Iggy Pop y Devo, y otros grupos menos conocidos como The Spits y The Trashwomen, que se reúnen especialmente para tocar. Este público no tiene problema en
recordar quiénes son. Piénsenlo: el punk apareció a mediados de los setenta; muchísimos de sus fans tienen más de cincuenta años de edad. He visto a abuelas haciendo pogo allí. Caer en la cuenta de que, para algunas personas, el hecho de ver a los Buzzcocks o a los 5.6.7.8’s significa lo mismo que ver a Jerry Lee Lewis y Fats Domino es algo que le hace bien a mi corazoncito negro. El punk puede ser un clásico del pasado sin dejar de ser amenazante.

“Somos de mediana edad y estamos llenos de furia”, grité en broma desde el escenario en Mosswood Park ante la multitud de reivindicadores de la new wave, pero el público no lo toma como un chiste y responde con rugidos de aprobación. Allí, los punks canosos pueden celebrar y revivir su resistencia juvenil durante dos días enteros sin sentir que el tiempo pasó. “¿Son calvos o skinheads?”, les grito a unos viejos que desempolvaron sus prendas punk de San Francisco, y ellos me responden amigablemente con el dedo mayor en el aire y risas. ¿Tirarse al público? Sí, algunos de los casi ancianos portadores de alfileres de gancho lo intentarían, pero en Burger Boogaloo muchos de los punks tienen panza. Muchos de ellos son ahora muy difíciles de atajar. ¿Duele más caer mientras se hace mosh a los cincuenta que a los veinte?

El punk siempre sirvió para esconder algo, ¿no? Incluso hoy, algunos de los jóvenes new wavers realmente cool son, en realidad, homosexuales desquiciados que escapan del mundo gay tradicional para hacer pogo, en un intento “macho” por tocar los cuerpos de otros tipos. Las chicas nunca se ven gordas o feas si son punk; es el disfraz perfecto que convierte a todas las mujeres de belleza no tradicional en chicas de calendario en clave pobre. “¿Recuerdan la última vez que vomitaron en sus carteras?”, les grito a todas las “brujas y feas”, como las llamo en el Burger Boogaloo, y ellas responden, alegres, que sí. No jodan con las maricas o las chicas punk. Les patearán el culo. O, mejor aún, les vomitarán encima.

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El caos musical no es solo un privilegio de la juventud; es un club para todas las edades en el que deben esforzarse para integrar sus filas. Pero a veces hace falta un poco de calma. La música clásica no es solo para intelectuales. También es para gente loca, especialmente cuando quieren estar solas y escapar del frenesí de ser ellas mismas. No necesitan saber nada acerca de la música clásica para que funcione. Solo lean críticas de eruditos, y si les parece que les puede gustar a sus cerebros, compren o descarguen y escúchenla. Solo necesitan hacer dos compras (de valor considerable) para sentirse a gusto y entusiasmados con la música clásica.

Primero consigan la caja Glenn Gould: The Complete Columbia Album Collection. Está agotada pero pueden encontrarla online: los ochenta y un álbumes remasterizados en cd con arte de tapa original e individual, y un libro de 416 páginas lleno de fotos poco vistas y
ensayos. Glenn Gould es el tipo más cool que haya vivido jamás. El Maestro. El pianista canadiense enormemente excéntrico que amaba el clima frío, que se paraba en el lado norte de cualquier habitación solo para asegurarse de que la temperatura fuera menor. Sí, murmuraba y tarareaba mientras tocaba y se rehusaba a dejar afuera esos cantos
lunáticos de sus grabaciones. Este artista reticente tenía un fetiche con su banqueta rota, remendada con cinta, y usaba guantes y ropa de invierno en el escenario incluso cuando afuera hacía un calor espantoso. También creía que Petula Clark tenía la voz más hermosa de todas las cantantes. Escuchen sus recitales de piano: elegantes, a veces agitados y siempre frenéticos, capaces de tranquilizar a una persona esquizofrénica, emocionar a un zombi, confundir a un psicópata violento y hacer que una persona normal se sienta primero desorientada y luego inferior. Sí, Glenn Gould es la palabra con G, y no me refiero a genial. Quiero decir glamoroso, un genio de los de la lámpara, un gran hombre del gramófono con materia gris de sobra. Un Gould.

La otra compra musical que deben hacer es Maria Callas. Es todo lo que necesitan escuchar para entender la ópera. Cualquier persona cuyo mejor amigo fuera Pier Paolo Pasolini y que haya sido dejada por Aristóteles Onassis para casarse con Jackie Kennedy sabe gritar con
belleza, estilo, tono y abandono total. The Complete Studio Recordings, 1949-1969 conseguirá que hagan escenas de locura una vez que hayan escuchado cada uno de estos setenta cds (que incluyen veintiséis óperas completas). Lleva un tiempo, pero luego de haber escuchado todo, sentirán que tuvieron un orgasmo musical como ningún otro. Maria
Callas era la bifetamina de las voces clásicas. Puede que hayan pensado “a la mierda la ópera” antes de haber escuchado la voz de Callas, pero una vez que experimenten su obra, sus prejuicios cambiarán por completo. Recién entonces habrán sido penetrados por la potencia de la ópera y ese es otro cantar. Uno que jamás podrán tararear.

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A muchos oyentes de mi edad les dejó de gustar la música popular cuando apareció el rap, pero no a mí. Eso no quiere decir que me guste todo: las letras del estilo “perra, verga, marica, arma” de 50 Cent me sacan de quicio, me suena horrible, como una fanfarronada homofóbica de niño rico a mitad de camino entre Donald Trump y el restaurante Chick-fil-A del rap. Al mismo tiempo, tengo debilidad por Ol’ Dirty Bastard porque -si bien fue arrestado por robo, asesinato, posesión de drogas y un tiroteo con la policía de Nueva York, y luego tuvo una sobredosis fatal- me hizo mucha gracia cuando fue con un periodista
y dos de sus hijos ilegítimos en una limusina a la Oficina de Bienestar Social para retirar su cheque y sus cupones de alimentos. Eso es lo que yo llamo un truco publicitario genial.

También amo a Eminem, y a aquella ex mujer suya que usaba labial negro alrededor de su boca y eclipsaba mi bigote al ostentar cierta extravagancia desprolija. Sé que Eminem no tiene ningún deseo de conocerme, lo cual lo convierte aún más en un héroe personal. “Puke” sigue siendo mi canción favorita y, de hecho, una vez hice que Jill Fannon -quien supo ser mi asistente de arte- la remixara para que sonara como las Ardillas. Usé esa canción reversionada como mi música de presentación cada vez que subía al escenario para hacer mi show navideño.

Tal vez deba hacer un festival de nostalgia rap como el Burger Boogaloo, rescatando a todas mis estrellas fugaces favoritas de los primeros años del hip-hop. Como una suerte de Wattstax blanco que incluya todas las canciones de rap que me hayan hecho sentir a mitad
de camino entre un Mr. Rogers curioso y una versión temprana (y todavía no muy furiosa) del poeta LeRoi Jones. “I Wish”, de Skee-Lo, fue una canción que se destacó por su alegría y optimismo; un rap que te ponía de buen humor. “Ojalá fuera un poco más alto”, se lamentaba Skee-Lo. “Ojalá fuera un basquetbolista. Ojalá tuviera una chica linda, la llamaría por teléfono.” ¿Quién podría estar en desacuerdo con esas letras? La historia de alguien que no iba a disparar ni acosar sexualmente a nadie. El tema servía incluso para hacer pogo y sentirse como un turista racial en una celebración gangsta sin peligro.

“The Vapors” fue otro grupo de rap que tuvo un gran efecto en mí. Me encantaría traer de vuelta a Biz Markie (y no sería difícil porque ahora vive en Maryland) para hacer freestyle con su gracioso himno a la enfermedad victoriana que las mujeres distinguidas contraían en los días de Oscar Wilde cada vez que se frustraban tanto y se ponían tan nerviosas que todo lo que podían hacer era desmayarse. La sola imagen de sus matones y sus mujeres con un pañuelo de encaje empapado en sales aromáticas para recuperarse de “los vapores” ha sido siempre una fantasía rapera que me gustaría haber filmado.

Basehead, el grupo de rap jazzero alternativo liderado por Mike Ivey, estaría bien arriba en el listado de bandas de mi nuevo festival de música Lollapaloser. Desde el comienzo mismo de su carrera confundieron tanto al mundo del hip-hop como al de los hípsters con un ritmo sutil pero altamente original. Si bien considero que A Tribe Called Quest es buenísimo, Basehead es aún mejor. Comenzaron tocando temas sobre el porro y la depresión, y terminaron hablando de Jesús. Se convirtieron en una especie de Kirk Franklin de la cultura slacker. No existe un ranking en la revista Billboard para el góspel fumón; pero de existir,
todo el top 20 sería de Basehead.

Tairrie B es mi chica número uno, la artista principal de mi show. La primera chica blanca del rap que se defendió de Dr. Dre y recibió dos trompadas suyas en la cara por ello, a pesar de ser la novia de Eazy-E. Toda la historia de su vida está injustamente ausente del film Straight Outta Compton. Tairrie B era “una perra despiadada”, como tituló a uno de sus raps. Vestida como Mae West, alardeaba: “Desarmo a los hombres de la manera en que desarmaba a los muñecos de Barbie y Ken cuando tenía diez”. Sí, era una rubia infernal, pero no “marrón ni negra, de hecho, ¡soy blanca!”, se jactaba con osadía racial. Así es: su nombre es Tairrie B y “¡la B es de bitch!”. Me gustaría que responda a todos los grandes éxitos de nwa con una venganza personal en clave cómica. Ese grupo le debe mucho. Muchísimo.

No se confundan. También puedo amar los sonidos pop más convencionales de la actualidad. Como Justin Bieber. Para mí es mejor que Sam Smith o Adele. Una verdadera estrella de rock, un niño prodigio (véanlo cantar canciones de Aretha Franklin mientras golpea ollas y sartenes en su cocina en aquellos videos de YouTube de sus comienzos) y un ídolo teen mundial de una magnitud insólita. Lo conocí en una oportunidad. Estábamos en el Graham Norton Show y él era uno de los invitados. Cuando mi coche llegó al estudio de tv, me sorprendió ver a cientos de chicas adolescentes rodeando el edificio y gritando a más no poder al mejor estilo Beatlemanía. Siempre pensé que el fin último en la industria del espectáculo es llegar a ser tan famoso que es imposible salir a la calle. Esa ya era la vida de Justin por ese entonces.

No lo conocí hasta que estuvimos al aire. ¡Justin era tan joven! Se comportaba como un gánster de barrio, con pantalones de cuero de tiro bajo que dejaban ver sus boxers; algo así como una mezcla entre Jim Morrison y Shirley Temple. Graham Norton tiene el tipo de programa de entrevistas en el que quedas frente a la cámara incluso cuando ya terminó tu momento y el resto de los invitados están siendo entrevistados, y a medida que el programa transcurría, me di cuenta de que Justin me estaba mirando, hasta que de repente dijo: “¡Tu bigote es lo máximo!”. Asumí que lo decía en serio, por lo que le agradecí en vivo y le ofrecí mi delineador Maybelline para que dibujara el suyo. Luego del programa, los paparazzi lo siguieron en manada en su camino hacia un restaurante. Cuando Justin salió después de comer, llevaba mi bigote de lápiz, el cual obviamente había dibujado con mi Maybelline. Las fotos aparecieron en todos los tabloides de Londres y, al poco tiempo, se hicieron virales en Internet. Gracias, Justin.

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Tal vez todo el mundo debería convertirse en estrella de rock. El hecho de no poder cantar o tocar un instrumento solía reprimirme, pero ya no. Miren a David Lynch. Es mi “nuevo” cantante favorito. ¡Sí! Canturrea de forma electrónica en la banda de sonido de su film Imperio, en su cd Crazy Clown Time, y también en su absolutamente maravilloso programa Twin Peaks: The Return. A veces la forma de cantar de David Lynch es tan retorcida que se parece al personaje de la marca Jolly Green Giant.

Pero en mi caso, ¿cómo quién podría sonar? Si Johnny Ray lloraba y Roddy Jackson gruñía, ¿qué nuevo recurso vocal debería introducir en el mundo de la música? Debería ir más allá de la escala y el tono hacia un nuevo nivel de voz, como una suerte de Yma Sumac bajo efectos del crack, para contar mi historia.

“I Am Fifteen and I Don’t Want to Die” [“Tengo quince y no me quiero morir”] sería el relato antisuicidio acerca de cómo J-Dog, un chico blanco de Lutherville, Maryland (o sea, yo), terminó por convertirse en una vieja estrella gay de rap y soul. A esta altura, mis chicas Beth Ditto, Iris DeMent y Mink Stole (que sí puede cantar, o si no escuchen su álbum Do Re Mink) ya se habrían convertido en mis coristas. ¿Su nombre? Las Honkettes. Musicalmente, ya he avanzado hasta los 25 años desde que empecé a los 15. Con la ayuda de ellas, me siento mucho mejor con mi vida musical.

Pospongo la grabación por un mes y llamo al ex médico malvado de Michael Jackson recién salido de prisión, donde desarrolló un procedimiento de reasignación de cuerdas vocales que permite que cualquier persona caucásica cante con la pasión de Al Green. Es una operación costosa pero relativamente indolora y le estoy muy agradecido al convicto que donó su laringe, su nuez de Adán y sus cuerdas vocales antes de que el Estado terminara con su vida en la cámara de gas. ¡Abracadabra! Ahora sueno como una mezcla entre Amy Winehouse y Dusty con hormonas masculinas. Dios mío, de repente tengo 40 años y no quiero terminar con mi carrera musical.

Dado que mi interés es romper barreras rítmicas, contrato a raperos campesinos blancos como Yelawolf, Hank III y Machine Gun Kelly, para improvisar y darle una inyección de actitud “hip-hop pueblerina” a mi sonido. Imaginen mi sorpresa cuando Vanilla Ice se aparece en la sesión, pasa junto a Shirley, Rosie y Kathy, y comienza a rapear mientras se aprieta la nariz. Nada de esto suena mal. Cuando me quiero acordar, ya tengo 50 años y me siento lleno de coraje. Esta nueva madurez une a todo nuestro equipo en un interés por llevar nuestro sonido al siguiente nivel.

Conspiramos para cometer el pecado musical caucásico definitivo haciendo un cover del disco Live at the Apollo de James Brown, pero sin su voz, solo con ese famoso y demencial grito solitario de una fanática que llega a los diecisiete minutos y once segundos del comienzo (durante “Lost Someone”) y hace que el público veterano ría a carcajadas por la sorpresa. ¿Y si el grito es falso, como algunos historiadores especularon, y fue sumado a la mezcla por ingenieros de sonido durante la posproducción? Sigue siendo el grito hormonal que mejor personifica el poder y la gloria de lo que alguna vez se dio en llamar Chitlin’ Circuit. ¿Quién era esa chica? Si James McCourt, el gran historiador gay, puede alardear con su capacidad de identificar a prácticamente todos los hombres gays que le piden una canción a Judy Garland en su disco más famoso, Judy at Carnegie Hall, ¿por qué Stanley Crouch, o algún crítico de música afroamericana de renombre, no puede encontrar a la chica que gritó tan descaradamente por “el hombre más trabajador del mundo del espectáculo”? Quiero saber su nombre. Una vez que lo sepa, samplearíamos su aullido, una y otra vez, hasta que todas nuestras coristas griten con ella, y estos sonidos, ahora abstractos, se conviertan en un ritmo de rap. Tengo 60 años y estoy listo para renacer.

Es aquí donde aparece J-Dog. Una vez me hicieron un par de coronas para mis dientes frontales con joyas falsas y mis iniciales impresas, JW. Si bien debería cambiar la W por una D, ahora sería el momento de sacarlos del freezer. Porque tal vez J-Dog sea un viejo en lo que respecta a su edad, pero es un joven pandillero homo en cuanto a actitud. Sí, señor, soy un cantante gay con un nuevo tono. Elegante y lejos de la cárcel. ¿Algún problema? ¡Soy un creído harto de todo y muy jodido! No más joyas ni armas, perra. Mi riqueza ya no es lo que era. ¡Me cansé de tu odio! Tengo un cuadro de Cy Twombly en mi repertorio.

A esta altura, nuestro rap multigeneracional y multigénero habrá captado tanto la atención que alguien llamará a las autoridades de los Grammy. Su policía discográfica se aparecerá con órdenes judiciales y acusarán a J-Dog y su equipo de incitar disturbios cómico-raciales. No nos importará que nos pongan en aislamiento musical. Cantaremos el bis como las estrellas -“Alvin, la Ardilla, y Johnny Cash en vivo en la Prisión de Maryland”- que realmente somos. ¡Soy un gánster bromista de 73 años y vivo la buena vida!