
Ah, las disquerías... ¿Quién no se ha sentido intimidado por el potencial de música, descubrimientos y momentos que uno encuentra apenas traspasa la puerta de uno de esos locales fabulosos? Al cantante y músico Sebastián Rubin le sucedía eso y más: inevitablemente, todo ese cúmulo le provocaba ganas incontenibles de ir al baño. Cuando decidió organizar el relato de esa experiencia, pensó en otras historias que le habían contado sus amigos.
Así nació Me cago en las disquerías, el libro que Gourmet Musical Ediciones publicará en septiembre. Se trata de 17 relatos variopintos con ese sagrado templo del conocimiento, la música y las transacciones comerciales como ámbito natural, narrados en primera persona por escritores, músicos, periodistas, disqueros y melómanos en general, con historias que van desde Oslo a Madrid y de Tokio a Buenos Aires.
A modo de adelanto, aquí reproducimos "Tanta trampa", el relato que escribió para el libro Roque Casciero, parte del equipo de Silencio.
Hace cuatro horas pisé por primera vez el aeropuerto de Los Ángeles y ahora mismo me siento como si esas figuras aladas a las que la ciudad les debe su nombre hubieran desempolvado sus trompetas para hacer sonar una melodía celestial solo para mí. Después de llevarme a comer milanesas con papas fritas, Tweety y Alina decidieron que la mejor manera de que empezara a conocer la ciudad era rumbo al 6400 de Sunset Boulevard. Yo había comido milanesas dos días antes en Buenos Aires y hubiera preferido chatarra yanqui, pero ellos eran los anfitriones y llevaban ya unos años en Burbank, adonde él trabajaba como productor y juntos desarrollaban su proyecto Ácida.
Las dimensiones de Amoeba Hollywood me desconcertaron cuando vi el edificio por fuera. No había lugar en el estacionamiento subterráneo, así que Tweety “aparcó” en uno trasero al aire libre. Y entonces entré por la puerta principal de la mejor disquería del mundo. Porque esta tiene que ser la mejor disquería del mundo, pienso mientras me derrito viendo los “rare items” colgados de las paredes, cuyos precios siempre tienen al menos un par de ceros a la derecha. No hay modo de que pueda llevarme ese 8-track de Metal Machine Music firmado por Lou Reed, está fuera de cualquier presupuesto. Bueno, 8-track… En mi infancia les decíamos magazines y a nadie le gustaban demasiado: ya habían aparecido los casetes y la única ventaja de esas cajas aparatosas con cinta –la portabilidad– había quedado sepultada por las delicias del primo menor.
Busco de inmediato la batea sobre la cual hay un cartel que indica “CDs – Rock” y la adrenalina me sube como a Uma Thurman después de la sobredosis en Pulp Fiction: no es “una” batea sino tres. Largas. Como nunca vi. Ni en el Virgin Megastore de Broadway ni en el Tower Records del Soho. Esto es otra cosa. Monumental. Hollywoodense. No me alcanzan las manos para apilar CD, porque el envión fue tan bestial que ni siquiera noté que en la entrada había canastitos de plástico como los del supermercado para cargar las compras. Entre el asombro y el desconcierto por tanta maravilla recuerdo a mis dos anfitriones y los busco con la mirada… pero encuentro la batea de folk. Y entonces corro a ver qué rareza hay de Leonard Cohen o de Johnny Cash, y la pila de discos empieza a tornarse inmanejable. ¡Y arriba hay DVD! ¿Me estás jodiendo que tienen toda una habitación enorme para blues y jazz, apartada del inmenso salón principal, y en el fondo venden remeras?
Tweety me ve afiebrado y me dice que me calme. “Tenemos tiempo”. Alina se ríe al ver mi avidez rayana en la desesperación. Afuera están Santa Mónica y la playa, las estrellas con nombres de ídems en la vereda, esas colinas que apenas vi a lo lejos y en las que ya imaginé a Neil Young cantando con Joni Mitchell. Pero lo que me importa ahora es que hay varios estantes con libros de rock, lo único que podría distraerme de los discos por un rato.
El rato se termina y tengo que ver una vez más el 8-track de Lou, para el que obviamente no tengo reproductor y dudo seriamente de que vaya a sonar mejor que el CD… que nunca pude escuchar entero, por otra parte. Pero está ahí, es todo un fetiche de otra era, Lou lo tuvo en la mano para autografiarlo… ¿cómo no voy a soñar con tener esos cuatrocientos dólares que cuesta? Ese disco en el que la palabra clave es “NO” salió en 1975, la misma época en la que entró a mi casa el primer grabador. No me dejaban tocarlo, claro, pero mucho menos al “centro musical” compuesto por una bandeja, un amplificador y dos parlantes incorporados a un mueble enorme que estaba en el living de la casa de Hipólito Yrigoyen 185. Lo bien que hacían: terminé quemándolo cuando le puse dos parlantes a cada salida individual, sin conocer el significado de la palabra “impedancia”…
¿Por qué recuerdo eso ahora? Estoy en la mejor disquería del mundo y por un instante ya no, ahora estoy en Audiocanje, la mejor disquería del mundo cuando mi mundo era Junín. Porque yo tenía catorce y hasta entonces solo podía comprar algún que otro disco en Casa Guirao, que tenía un stock más que limitado ya que su principal fuente de ingresos eran los electrodomésticos. Mi gusto por entonces se había ampliado al rock argentino, luego de una etapa en la que Queen me había abierto los ojos. Sí, antes había conocido a los Beatles, pero Freddie era mío, no estaba en la discoteca de mi viejo. “Las páginas de Gloria” en la Humor me habían acercado a algo más allá de Sui Generis, y la guerra de Malvinas había acelerado el proceso por la prohibición de emitir música en inglés. Pero el golpe definitivo había llegado cuando en una Pelo leí la reseña del primer show de Riff. De la forma que fuera, yo tenía que escuchar esa música hecha por esos tipos.

Cuando en LT20 Radio Junín escuché la publicidad de Audiocanje, el corazón se me aceleró. El lugar quedaba a unas siete cuadras de mi casa, lo que en una ciudad chica es un montón, pero eso no era lo importante. Ahí se podían canjear discos. Y aún mejor, el dueño te grababa en casetes, que incluso podías llevar vos. Las puertas del cielo se habían abierto.
La primera vez que fui a Audiocanje esperaba una disquería como las de Flores, a las que había ido antes pero de las que nunca había podido llevarme demasiado por eso de los presupuestos cortos. Y resultó que no, que era una suerte de casa reformada pero muy linda, en la calle Alsina, donde siempre sonaba algo interesante. Porque Ricardo Trigo, el dueño, te hacía mixtapes a pedido. La felicidad no tenía límites… excepto cuando veías los inaccesibles vinilos. Encima, el tipo se copaba charlando cuando veía que te interesaba la música, aunque no tuvieras un hermano mayor para guiarte (como en mi caso).
Ricardo me grabó varios temas de Ruedas de metal y Macadam, un compilado en un casete Magnatape que no resistió el paso del tiempo. Y como yo era el único de mi grupo que tenía dos grabadores –no caseteras, ¿eh?, dos grabadores– y un amplificador, siempre era el encargado de poner música en los “asaltos”. Me odiaban, claro, porque en lo mejor de la noche –después de haber puesto Billie Jean desde un casete prestado, por ejemplo– clavaba algo de Pappo con la mayor impunidad. Pero yo era el dueño de la pelota y si quería ser el Beto Alonso, que los demás se fueran a cagar. Después entendí…
De Audiocanje, además, siempre te ibas con algo más de lo que habías ido a buscar. En mi enfebrecida mente rockera, necesitaba la versión de Smoke on the Water de Made in Japan porque era lo ideal para que bailaran chicas de dieciséis años, entonces le pedí a Ricardo que me lo grabara. Debe haberse colgado charlando con algún cliente, porque dejó todo el lado del vinilo y así descubrí La mula. Después de eso, todos los solos de batería me parecieron una pelotudez, algo que continúa hasta el presente. Y por supuesto que en el siguiente asalto no puse solamente Smoke… sino también La mula. Ese día me odiaron más.
Después vinieron los casetes de Spinetta, con la osadía presupuestaria de haber comprado TDK, y siempre mirando a los vinilos con el deseo inevitable de lo que no se puede alcanzar. Además de las grabaciones, Ricardo siempre aportaba algún dato, que obviamente yo repetía canchero en alguna conversación como si lo hubiera leído tallado en piedra por gracia divina. Ir a Audiocanje era regresar con algo más de ese conocimiento que ansiaba, como un padawan que no sabía qué corno hacer con la Fuerza. El camino de ida hasta el local era de tanta ansiedad como el de regreso, pero en este último además estaba la certeza del descubrimiento de nuevos mundos, se llamaran Iron Maiden, AC/DC o, más tarde, Soda Stereo.
A Audiocanje le fue bien: explotó un mercado que nadie antes había descubierto que existía. En poco tiempo pasó a un local del flamante Paseo Sáenz Peña, el segundo si uno llegaba desde Hipólito Yrigoyen, bien pegado a la redacción del diario La Verdad. Aunque me quedaba más cerca, yo ya no iba tanto, entre otras cosas porque a veces atendía un empleado y no era lo mismo. Y además porque ya había conocido a Sergio, un gran amigo desde entonces, que no solo tenía vinilos sino que tocaba la guitarra (o cualquier cosa que le pusieran enfrente) como nadie que yo hubiera visto en persona. A sus discos de Yes yo les decía “no”, pero los escuchábamos igual. Por supuesto, prefería cuando sacaba Alma de diamante, o cuando le agarró un breve lapso amoroso por Maiden y Sabbath.
De todas maneras, la sensación cada vez que entraba a Audiocanje era la misma: sabía que iba a llevarme tesoros, pero de algún modo degradados (no eran los discos originales, no tenían tapa, eran grabaciones en casetes dudosos) e incompletos (no sabía bien qué buscaba ni cuánto más había). Esa mezcla de euforia y decepción por anticipado me acompañó siempre que entré a una disquería desde entonces, incluso en las mejores que visité en Buenos Aires. El bálsamo fue el Parque Rivadavia, donde mi colección de CD empezó a florecer, pero cada vez que pude ir a visitar a mis tíos en Silver Spring, pegado a Washington, descubrí todos los huecos que había en mis estantes… y en mi presupuesto.
El trance de los recuerdos se termina cuando Alina me dice sonriente “¿Con qué vas a pagar todo eso?” Vuelvo a estar parado en Amoeba y es hora de hacer las cuentas. Porque no hay modo de que pueda llevarme el 8-track de Metal Machine Music, eso siempre estuvo claro, pero resulta que la pila de CD que sostengo suman unos cuantos dólares. Y estamos en 2002, cada billete verde ya no es igual a un peso, mi sueldo pasó a valer un tercio al cambio y todavía me quedan tres días por delante. Cuando dejo de nuevo en la batea un disco de Bob Dylan me asalta una vieja sensación, que se incrementa con cada CD que me veo obligado a descartar. Al final, cuando decido que solo voy a llevarme uno usado de Thurston Moore con Nels Cline que se anuncia como descatalogado, entiendo el porqué de ese viaje mental a los días de Audiocanje: jamás voy a tener todos esos discos.
Entrar a una disquería es una trampa. La más deliciosa, aventurera y estimulante de las trampas. Y voy a persistir en caer en ella una y otra vez, por supuesto, aunque haya entendido que la misión es tan imposible que las cintas se autodestruyen en cinco segundos. Parado en la mejor disquería del mundo, tengo la certeza de que una parte de mi vida será siempre ir tras la quimera, como un Don Quijote con una totebag en lugar de Rocinante, sin siquiera dimensión de cuántos molinos de viento quedan por atacar. Es que los discos son eternos y yo no. Si ni siquiera tengo ese en el que los Stones cantan que “no siempre podés tener lo que deseás”…