
La mirada de Mark Fisher podía helar la sangre del sujeto abordado: este escritor y teórico británico -que murió en 2017- no se guardaba nada en sus textos, que a menudo iluminaban aspectos no explorados de la cultura musical (y todo lo que la tocara).
Caja Negra acaba de publicar K-Punk Volumen 2, un libro que reúne artículos publicados e inéditos en los que Mark Fisher conecta la crítica cultural con un programa político. Por gentileza de la editorial, aquí reproducimos el capítulo "Elijan sus armas" (1).
A menudo me han dicho que debería leer la obra de Frank Kogan, pero nunca encontré el tiempo para hacerlo. (En parte porque, dejando de lado a Greil Marcus, nunca sintonicé con la crítica pop norteamericana que, a mi juicio –sin dudas extremadamente apresurado–, se ha enredado en un modo gonzo hiperestilizado y falsamente ingenuo que nunca me resultó atractivo.) La impresión que tengo –nuevamente, quizás injusta– es que, en Gran Bretaña, las batallas que Kogan continúa peleando ya fueron ganadas hace mucho tiempo por los intelectuales autodidactas de la clase trabajadora. Indudablemente, los dos artículos recientes de Kogan que Simon Reynolds ha enlazado son poco representativos del conjunto de su obra (desde luego espero que así sea, ya que es difícil entender por qué tantas personas inteligentes tomarían su trabajo en serio, si no fuera así), pero es difícil no leerlos como síntomas, no solo de un callejón sin salida y un malestar dentro de lo que ahora dudo en llamar “popismo”, sino también de un conservadurismo cultural más generalizado y arraigado de manera profunda, con el que el llamado “popismo” está intrínsecamente vinculado.
¿Recuerdan todas las proclamas adornianas enunciadas con cara de póker inmediatamente después del 11 de septiembre, que versaban: “no habrá más trivialidad” en la cultura popular norteamericana luego de la caída de las Torres Gemelas? Pocos pueden haber creído realmente, incluso cuando los restos de las Torres Gemelas todavía ardían, que la cultura popular norteamericana entraría en una nueva fase reflexiva, solemne y seria luego del 11 de septiembre; y, sin dudas, no hace falta recordar, en este punto, que lo que surgió fue un nuevo y salvaje cinismo, suavizado por una devoción que solo un Leviatán herido que asume el rol de la víctima agraviada puede congregar. ¿Podría alguien, entonces, haber creído que solo seis años más tarde un crítico supuestamente serio escribiría un artículo titulado: “Paris [Hilton] es nuestro Vietnam…” (2), justamente cuando, en aquellos años, había habido otro Vietnam?
Con lo que nos enfrentamos en una frase como “Paris es nuestro Vietnam” no es una trivialidad –no es el narcisismo colectivo de una clase ociosa ignorante de la geopolítica–, sino una trivialización autoconsciente, un acto de transvaloración pasiva y nihilista. Debatir los méritos o la falta de ellos de una heredera aburrida ha sido elevado al estatus de una lucha política; y ni siquiera por acicalados estetas en una celebración wildeana / warholiana de la superficialidad, sino por hombres de mediana edad en pantalones de gimnasia, sentados en el sillón del espectador al final de la historia, mientras cambian de canal sin parar.
El fin de la historia es la pesadilla de la que estoy tratando de despertarme.
Al menos, el artículo “Paris es Vietnam” reveló el resentimiento del resentimiento, sobre el que anteriormente sostuve que es el real motor libidinal del popismo: “Amamos a Paris aún más porque otros la odian (¡pero afortunadamente la amamos de todos modos, de verdad!)”. Pero este último artículo (3), cuyo enlace ha compartido Simon, es, en todo caso, incluso más inútil e indicativo. A diferencia del agradable y mediocre LP de Paris Hilton, el aparente objeto del artículo, el single de los Backstreet Boys “Everybody (Backstreet’s Back)” es de hecho bastante bueno. Prácticamente a todas las personas que conozco les gustó. El problema es la idea de que decir esto, de algún modo, constituiría una noticia en 2007. No miento si les digo que tuve que chequear la fecha de la publicación, porque supuse, a primera vista, que debía haber sido escrita hace una década.
El artículo me hace pensar que, si el factor que motiva a los popistas ingleses es, abrumadoramente, la clase, en el caso norteamericano debe ser la edad. Quizás aquellos más entrados que yo en la mediana edad todavía fueron sujetos de las proscripciones y las prescripciones de la alta cultura leavisiana (4). Pero creo que los popistas hoy son como Mick Jagger confrontado con el punk en 1976: no parecen darse cuenta de que, si existe un establishment, son ellos. Incluso si existiera el “Nathan” con el que Kogan debate –y voy a ser honesto con ustedes, se me hace difícil creer que exista–, su función es fantasmática (del mismo modo que Lacan sostuvo que, si un esposo patológicamente celoso confirma las infidelidades de su esposa, sus celos siguen siendo patológicos): para que los popistas puedan creer que su postura es, de algún modo, desafiante o novedosa, tienen que continuar exhumando “Nathans” a los que combatir. Pero, en 2007, la anticuada creencia de Nathan de que solo los grupos que escriben sus propias canciones son válidos fue ya refutada tantas veces que es como si alguien defendiera hoy la esclavitud. Sí, hay personas que la defienden, pero esa postura es tan irrelevante en la coyuntura actual que es más una rara anacronía que una amenaza política. Puede haber una pequeña minoría entre los fans del pop que se aferra a las opiniones de Nathan; pero, si consideramos el éxito de Sinatra, The Supremes, Elvis Presley y las mismas boybands que los popistas piensan que es tan transgresor revalorizar, esas opiniones, en la mayoría de los casos, serán contradichas por los gustos reales de los fans. (Kogan reconoce que el problema no son los gustos de los fans, sino sus relatos sobre ellos; sin embargo, la suposición tácita es que está bien –incluso que es obligatorio– refutar los relatos de los fans masculinos del rock, pero que los juicios estéticos de la figura con la que los popistas aterradoramente se identifican, la chica adolescente, nunca deben ser cuestionados.) (La otra ironía es que, si hablas con un adolescente hoy, es mucho más probable que escuche y le guste Nirvana que los Backstreet Boys.) La declaración, alguna vez desafiante, de que para algunos oyentes los Backstreet Boys (y las bandas de su tipo) pueden haber sido tan potentes como Nirvana (y las bandas de su tipo) ha sido revertida de manera pasiva y nihilista. Hoy el mensaje diseminado por la cultura general –sino necesariamente por los mismos popistas– es que nunca nada fue mejor que los Backstreet Boys. El viejo desprecio de la alta cultura por los objetos culturales populares continúa; lo que se destruyó fue la noción de que hay algo más valioso que esos objetos. Si el pop no es más que una cuestión de estimulación hedónica, entonces allí están Shakespeare y Dostoievski. Leer a Milton o escuchar a Joy Division ha sido recatalogado como otra opción de consumo, de un significado no mayor a qué marca de dulces te gusta más. En parte pienso que el término “popismo” es de poca ayuda hoy, porque implica una conexión entre lo que prefiero llamar “Relativismo Hedónico Deflacionario” y lo que los críticos Morley y Penman hacían a comienzos de los ochenta. Pero su proyecto era el exacto reverso de esto: postulaban que en la canción pop se podía encontrar tanta sofisticación, inteligencia y afecto como en cualquier otra parte. Significativamente, la música y la cultura popular del momento les daban la razón. Esa valoración no era una posición a priori adecuada para cualquier época, sino una intervención en un momento particular, diseñada para tener ciertos efectos. Morley y Penman todavía eran críticos que esperaban influir en la producción, no guías del consumidor que catalogaban mercancías con cinco estrellas, o ejecutivos que pasaban su tiempo libre clasificando toda canción que incluyera la palabra “dulce” en comunidades de live journal, que son el equivalente del ciberespacio de las residencias de las escuelas públicas.

Mientras que Morley y Penman (ambos intelectuales autodidactas de la clase trabajadora) complicaban la relación entre la teoría y la cultura popular con escritos que –en sus propiedades formales, su estilo y su erudición tanto como en su contenido– desafiaban al sentido común, el Relativismo Hedónico Deflacionario meramente ratifica los dogmas empiristas que sientan las bases del consumismo. Más aún, Owen Hatherley ha observado con astucia que, además de repetir el habitual rechazo angloamericano de la metafísica, la recusación del Relativismo Hedónico Deflacionario de la teoría (“simplemente nos gusta lo que nos gusta, no tenemos una teoría”) replica asombrosamente los monótonos mantras de la banda indie promedio de New Musical Express: “Simplemente hacemos lo que hacemos, todo el resto es un extra”, “La música es lo único que importa”. En el Reino Unido, la batalla retórica entre los popistas y el indie es una guerra falsa, similar al show de la pelea de títeres de la política parlamentaria entre los Tories de Cameron y el Nuevo Laborismo de Brown: una tormenta en una taza de té de la clase dominante. En ambos casos, la realidad social es la de exalumnos de escuelas públicas que continúan con sus rivalidades por otros medios. En el caso del indie y el popismo, hay una relación extrañamente inversa con el populismo y lo popular. Mientras que los “popistas” declaran ser populistas, pero en realidad apoyan un tipo de música que es cada vez más marginal en términos de ventas, los indies declaran celebrar lo alternativo, mientras que la música que prefieren (el skiffle tradicional) domina todo el espectro radial (no puedes escuchar Radio 2 por quince minutos sin que aparezca una canción de Kaiser Chiefs). En muchos sentidos –porque estaba intentando analizar un fenómeno genuinamente popular–, la defensa de Reynolds de Arctic Monkeys fue más genuinamente popista que todas las diatribas popistas a favor del LP de Paris Hilton, que apenas se vendió (pero, por supuesto, gran parte de la fuerza que las impulsaba era el deseo ultrarrockero de burlarse del consenso crítico). Miremos, al respecto, el intento genuinamente patético –de verdad me provoca patetismo– de azuzar la controversia sobre el eficiente y laborioso trabajo de Kelly Clarkson, en un blog que, en su combinación de recalentamiento histérico y sombría seriedad, es tan aburrido como sintomático; aunque, tengo que confesar, nunca pude llegar al final de un solo artículo, un problema que tengo con muchos de los textos “popistas”, incluida la obra magna del popismo, Words and Music de Morley.
Por más que a veces despotrique contra los lugares comunes del popismo (ver, por ejemplo, su reciente –y diría que injustificado– ataque a Girls Aloud), Morley está tan profundamente integrado en el sentido común del Relativismo Hedónico Deflacionario como Penman está excluido de él. ¿Qué fue el extrañamente desafectado Words and Music sino una descripción del EdiPod desde adentro? Todas esas autopistas sin fricción, esas inconsecuentes opciones de consumo puestas como si fueran elecciones existenciales… Sin embargo, Morley todavía es un teórico de los fines de la historia y de la música, todavía está demasiado enamorado de la inteligencia como para enchufarse por completo en el circuito antiteórico del EdiPod. Aun así, el silencio de Ian dice mucho más que el parloteo de Morley y, después de mi escaso trato con los viejos medios, cada vez veo la salida de Ian más como una retirada noble que como un fracaso trágico.
Toda la cultura británica –incluyendo, por supuesto, a Morley– tiende a la condición del clip show, en el que se les paga a cabezas parlantes para que digan lo que un productor estúpido y posh ha decidido que el público ya piensa sobre el material grabado que todo el mundo ya ha visto. Recientemente traté con un apparatchik (5) de los muy viejos medios de comunicación. Lo que uno recibe de parte de sus representantes es siempre la misma letanía de requerimientos: la escritura sobre música debe ser “liviana”, “animada” e “irreverente”. Esta última palabra quizá sea la más importante, porque indica que la fantasía sostenida de la que participan los jóvenes agentes de los muy viejos medios es exactamente la misma a la que se entregan los popistas: se niegan a mostrar “reverencia” a un aburrido y censurador gran Otro. Pero ¿en qué parte de los salones de juego de la cultura posmoderna brillantemente monótonos, vestidos casualmente, sarcásticos y mordaces podemos encontrar esa “reverencia”? ¿Cuál es el gran Otro posmoderno sino la “irreverencia” misma? (Solo alguien que no haya pisado el Departamento de Humanidades de una universidad por más de un cuarto de siglo –es decir, no los graduados comunes y corrientes de Oxford y Cambridge, que son empleados de los medios y popistas en sus ratos libres– podría creer que realmente existe cierto canon de la alta cultura despiadadamente vigilado. Cuando Harold Bloom escribió El canon occidental, fue un desafío al relativismo que domina hegemónicamente los estudios ingleses.)
Muy pronto aprendí que “liviano”, “animado” e “irreverente” son códigos para decir “irreflexivo” y “lugar común”. Confrontado con estos valores y sus representantes –quienes, como podría esperarse, son mucho más acomodados que yo–, a menudo encuentro una disonancia cognitiva, o más bien, una disonancia entre afecto y cognición. Enfrentado a la gente posh y estúpida, que dota de personal a gran parte de los medios, siento inferioridad –su acento e incluso sus nombres bastan para inducir ese sentimiento–, pero pienso que deben estar equivocados. Es este tipo de disonancia la que puede producir enfermedades mentales serias o –si las condiciones son favorables– ira.
El antiintelectualismo es un reflejo de la clase dominante, mientras que la estupidez de la clase dominante es atribuida a las masas (creo que ya hemos discutido previamente el ardid de la Persona Posh y Estúpida, por medio del cual montan un show en el que fingen ser estúpidos para de ese modo ocultar que, en efecto, son estúpidos). Poco sorprende que los privilegios heredados tiendan a producir estupidez, dado que, si no necesitas la inteligencia, ¿por qué te tomarías el trabajo de adquirirla? Las simplificaciones de los medios son el tipo más banal de profecía autocumplida.
Como Simon Frith y Jon Savage señalaron hace mucho tiempo en su artículo de la NLR, “The Intellectuals and the Mass Media” [Los intelectuales y los medios masivos] –y que Owen Hatherley recientemente me recordó–, la pose de hombre común del típico comentarista de los medios, educado en la escuela pública y en Oxford o Cambridge, se vale de la suposición de que estos comentaristas están mucho más en contacto con la “realidad” que alguien interesado en la teoría. La oposición implícita es entre los medios (en cuanto ventana transparente abierta al mundo, transmisora del buen y sólido sentido común) y la educación (en cuanto diseminadora de esoterismos inútiles y elitistas que ha perdido contacto con la realidad). Alguna vez los medios fueron un territorio en disputa en el que el impulso educativo entraba en tensión con el mandato de entretener. Hoy –y el indispensable Lawrence Miles es incisivo en esto, como en tantas otras cosas, en su último compendio de conocimientos– los viejos medios se han entregado casi por completo a una noción sosa de entretenimiento y por lo tanto, cada vez más, también lo hace la educación (6).
En mi adolescencia, aprendí mucho más de leer a Morley, Penman y su progenie que de la conservadora rutina de gran parte de mi educación formal. Gracias a ellos, y más tarde a Simon Reynolds, Kodwo Eshun y otros, me interesé en la teoría e hice el esfuerzo de continuar con los estudios de posgrado. Es esencial señalar que Morley y Penman no eran una simple “aplicación” de la teoría alta a la cultura baja; la estructura jerárquica estaba revuelta, no solo invertida, y el uso de la teoría en ese contexto era un desafío tanto a las suposiciones de clase media de la filosofía continental como al empirismo antiteórico de la cultura popular mainstream británica. Pero hoy que la enseñanza está siendo forzada a transformarse en una industria de servicios (que produce resultados mensurables en la forma de notas de exámenes) y a los profesores se les pide que sean cuidadores de niños y animadores, aquellos que trabajan en el sistema educativo y todavía quieren introducir a los estudiantes en los complicados placeres que se derivan de ir más allá del principio de placer, de encontrar algo dificultoso, algo que va contra nuestras suposiciones, son una minoría sitiada.
“Here we are now, entertain us” [Aquí estamos, entreténgannos].
Los credos del antiintelectualismo de la clase dominante que la mayoría de los profesionales de los viejos medios están obligados a internalizar son mucho más efectivos que lo que fue la Stasi al generar una cultura popular de una monotonía sin precedentes. Pónganlo de este modo: una situación en la que Lawrence Miles se marchita al borde de la enfermedad mental y apenas es capaz de salir de su casa mientras que gente como Rod Liddle se pavonea en el paisaje de los medios no solo es estéticamente aborrecible, sino que es fundamentalmente injusta. Contrario a la maniobra deflacionaria que decreta que todo “es solo estimulación hedónica”, que tanto los stekelmanianos (7) como los popistas comparten, la cultura popular continúa siendo inmensamente importante, incluso si solo cumple una función ideológica esencial como ruido de fondo de un realismo capitalista que naturaliza la depredación ambiental, la plaga de la salud mental y las condiciones sociales escleróticas en las que la movilidad entre clases está disminuyendo casi hasta cero.
Una guerra de clases está ocurriendo, pero solo uno de los lados está peleando. Elijan su lado. Elijan sus armas.
1. k-punk, “Choose your Weapons”, 12 de agosto de 2007, disponible en
k-punk.abstractdynamics.org.
2. Frank Kogan, “Rules of the Game Follow Up #2: Paris Is Our Vietnam”, Las Vegas Weekly, 29 de junio de 2007, disponible en lasvegasweekly.com.
3. Frank Kogan, “What’s Wrong with Pretty Girls?”, Las Vegas Weekly, 4 de julio de 2007, disponible en lasvegasweekly.com.
4. F.R. Leavis fue un infuyente crítico británico. El adjetivo “leavisiano” [leavisite] se utiliza a menudo para referir a cierto elitismo cultural. [N. del T.]
5. Apparatchik o “agente de aparato” es un término coloquial ruso que se usaba para designar a un funcionario del Partido Comunista o la administración soviética. [N. del T.]
6. Del blog de Lawrence Miles, disponible en beasthouse-lm.blogspot.co.uk.
7. Wilhelm Stekel fue un médico, psicólogo y psicoanalista austríaco, que se convirtió en uno de los primeros seguidores de Sigmund Freud. [N. del T.]