
Massacre es “biodegradable y sustentable”, según su propia definición en el Quilmes Rock. Ecológico y jardinero, para sentarse en el pasto y dejar que entre todo ese amor. También, en este, el mundo verde y amarillo en descomposición, abren agujeros en la capa de ozono para desintegrarlo más rápido. Dejaron que se escaparan los humos tóxicos de su despegue cuando el Tordo cortó el aire con las guitarras de “Niña Dios”. “Llévenme ante su líder. Llévenme ante él”, pidió Walas frente a toda la audiencia una vez que estacionaron la nave espacial, una réplica del cohete Tronador que descansaba al costado del escenario. Inútil, de descarte, olvidada. Como todo con lo que Massacre hace magia. Cross de derecha alienígena. “La Octava Maravilla” fue una bomba de combustible pesado, chupado por Walas con una manguera y transmitido directamente a los amplificadores. Fueron una combinación entre Rocket Man y Major Tom, pero enojados por la estafa de haber vuelto a la tierra. “Celebrando el aniversario de uno de los discos más hermosos del rock argentino, los Massacre dicen:…” anunció el ser interplanetario alimentado a base de vinilos de canje y rulemanes, y comenzó una versión de “Deléctrico”, algo que sólo ellos pueden hacer a su manera, porque habitan la dimensión del “vermouth con papafritas y skate rock”, en donde todo puede pasar.
En su faceta solista, la carrera de Dante Spinetta cambió de forma en más de una ocasión. Su presente en el Quilmes Rock fue una faceta polimórfica en sí misma. Al frente de un combo expansivo y con abundante tracción a sangre, el ¿ex? Illya Kuryaki and the Valderramas se paseó con soltura del R&B al soul y del rap al rock a veces con aires de barrio bajo caribeño, otras a puro bling bling sonoro. A pura épica santanesca con solo de saxo incluido, Dante y su banda transformaron “Lo que nunca te dije” en la banda de sonido ideal para una película de soft porn. Después, prometió un viaje en el tiempo que se materializó en una lectura robótica de “Jaguar House”, y el candor del público fue el combustible ideal para “Mostro”, la credencial filiatoria con la que reclamarle la fundación del kilómetro cero a toda la escena local de la música urbana. Y si eso no era suficiente, mientras el cronómetro daba unos minutos de margen, una zapada de funk cibernético antes de volver a subirse a su nave espacial.
Ante la urgencia de un contador que resta segundos, todos sacan lo mejor de sí. Pero quienes lo hacen con la altura de los profesionales son esas bandas que usualmente rellenan un espacio casi por default en cualquier festival argentino. Los Tipitos presentaron “Llévame”, un tema nuevo que sirvió de caldo de cultivo para el llanto con baile durazno de “Campanas en la noche”. Antes había pasado “Silencio”, adornada por brillantes y beatlescos destellos de piano. ¿Le quedará bien a Walter Piancioli convertirse algún día en un solo tipito? ¿En un crooner de bar que canta melodías alegres con letras desgarradoras? Así parece cuando se dan esos instantes.
Más temprano, la cosa en el Quilmes Rock empezó cuando el sol pegaba fuerte sobre el pavimento de Tecnópolis. Después de un set fugaz de Joystick, Viva Elástico salió a escena con el desafío de exponer a la luz del día un repertorio que exuda nocturnidad, algo que lo logró el clima creciente de “La traición”, pura efervescencia pop que se convirtió en “Yo te quiero más”, como si fueran dos partes de un mismo todo. Con esa misma lógica, “Rebeldía y swing” se edificó como una serie de bloques rítmicos que se encastraban entre sí, con Ale Schuster aportando lo suyo shaker en mano. “Imágenes de amor”, con Ale en la acústica abrió el paso al hermetismo post punk de “Todos los problemas”, que en su versión de estudio tiene un coprotagónico en manos de Santiago Motorizado. Como corolario, “Oh viernes”, la despedida de un set que dejó con ganas de más.