
Charli XCX atravesó las paredes de sonido que se acumulaban en el centro del predio del Primavera Sound Buenos Aires con toda la pompa de una superestrella pop: introducción a todo volumen, check; comienzo con un nuevo éxito (“Lightning”), check; dos columnas jónicas gigantes como imponente escenografía, check. Sin embargo, la cantante inglesa ofrece otros commodities, como por ejemplo, estar sola en el escenario y aún así lograr que el público hierva.
Podría ser tranquilamente par de Dua Lipa y no una versión extraoficial, pero con muchísima menos rebarba, si se lo propusiese. Pero Charli elige jugar su propio juego que consiste en ser sucia y cáustica, dentro de los límites de un pop de factura casi perfecta como fueron “Gone” y “Constant Repeat”. No le teme a los glitches (“Track 10"), a la iconografía de las parafilias (“VROOM VROOM”) ni a ser nostálgica (“1999”). Entonces, ¿por qué la apichonaría soltar uno de sus máximos hits al principio del show (“I Love It”)? Sólo quienes saben que tienen un abanico completo de canciones efectivas a su disposición se dan semejante lujo, y en sus manos, el agua se convierte en nafta.
“Boom Clap” terminó de dar chispa a un motor aceleradísimo, con el que Charli XCX se movía de punta a punta del escenario. La falta de banda de acompañamiento y el constante apoyo en las pistas fueron, contrario al obsoleto prejuicio, más pavimento para sus ruedas de fuego que piedras en el camino; si alguien alguna vez se preguntase lo que es dominar un escenario con total presteza, deberían mostrarle lo que fue este concierto. Sin las arengas encendidas en “Boys”, la sensación térmica de rave que trajo “Visions” y la pericia de un estilo tan elástico como su cuerpo (inexorable, por cierto, ya que comentó que había amanecido con la garganta adolorida) su show sería imposible. Y no hay nada en el mundo que pueda comprarle a ningún artista lo que a ella le sobra: talento y actitud.
“La tentación te hace querer tocar hits, pero yo no tengo hits”, soltó Father John Misty al público, bajándose el precio. Por supuesto, lo que dijo no es verdad, pero ese es su mindset ahora. El paso anterior de “Hollywood Forever Cemetery Sings” o “Mr. Tillman” lo contradecían, así como lo que vendría luego con “Total Entertainment Forever” y “Pure Comedy”. Atrás quedó el cinismo del alien que observaba a la humanidad desde un atalaya invisible, analizándola, juzgándola, como se vio en su primera visita a Buenos Aires. Ahora, aunque una espina de ese vicio permanece, se dedica a hacer, en sus palabras, “jazz trucho”.
Tampoco es un narrador fiable sobre su paso por el jazz, porque nada tiene de falso o poco refinado. “Chloë”, “Funny Girl” o la tierna dedicatoria de “Goodbye Mr. Blue” a todos quienes hayan perdido un animal querido, lo dejaron bien parado en el papel de crooner. Precisamente, sin la voz de Tillman, no cualquiera podría salir airoso de una aventura (o capricho) semejante. Por sobre la cabeza pueden volar dos nombres, harto inefables, para la comparación. Y él lo sabe, por eso no esconde que el armado de su banda sea un excepcional happening imaginario entre The E Street Band y, valga la redundancia, The Band. Vientos al frente, pianos prístinos pero de grueso ataque, ocasionales barridas de lap steel y los infaltables rasguidos de guitarra acústica.
“Chateau Lobby #4 (In C For Two Virgins)” fue apenas otra prueba de que Father John Misty podrá ponerse contra las cuerdas intencionalmente; sacar cada tanto alguno de esos hits que dice no tener, bailar como si estuviese en el living de su casa, charlar cariñosamente con el público, pero jamás ocultar que su talento es inigualable. Tanto para hacer canciones como para traerlas a la vida. Sobre el final, con “I Love You, Honeybear” la brasa de su tiempo comenzaba a desvanecerse, pero no el que lleva en la tripa. Una dulce versión de la canción extraída del disco homónimo (aún más empalagoso y errático en sus sentimientos) que lo catapultó al ojo público, sonó mientras el cielo comenzaba a sangrar y los amantes se abrazaban con ternura.
Con una presencia casi constante en la edición catalana del festival, en su paso por el Primavera Sound Buenos Aires, Los Planetas le quitó el protagonismo a su más reciente álbum de estudio (Las canciones del agua, publicado en enero) para intentar hacer un repaso abarcativo de su obra. El punto de partida de su show fue “Islamabad”, un shoegaze creciente con tintes orientales de tanta intensidad que casi parecía explicar el pucho liberador de tensiones que el vocalista Jota encendió al tema siguiente, “Devuélveme la pasta”. Después de “Hierro y níquel”, “Señora de Las Alturas” ofreció el cruce entre el ruido y la música flamenca que dominó gran parte de su obra en la última década y media, una idea que continuó en “Si estaba loco por tí”, una adaptación de un clásico del folclore de Málaga, ejecutado a guitarrazo limpio.
El set también sirvió para trazar vínculos diplomáticos con el indie rioplatense. Primero, con su guiño a la banda platense con “Seguiriya de los 107 Faunos”, y después con la presencia de Fede Morosini, de Julen y la Gente Sola, para interpretar a dúo “Un buen día”, o una canción sobre lo difícil que es olvidar una historia que no terminó bien. Después, “Santos que yo te pinté” y “Reunión en la cumbre” plantearon a la distorsión como vía de escape a la angustia emocional, algo que “Segundo premio” resolvió con melodismo y rabia. Con su marcha inalterable de dos acordes, “Corrientes circulares en el tiempo” sintonizó en cuerpo y alma con la trilogía de EPs de El Mató a un Policía Motorizado, para después rendirle pleitesía a su lugar de origen con “Alegrías del Graná”. Como última estocada, “Alegrías del incendio”, o como reformular una canción tradicional de amor en una epopeya llena de acoples tocada con pulso enérgico.
Después de pasar por un Vorterix explotado durante la antesala del Primavera Sound Buenos Aires, donde los gritos ahogaron y potenciaron su performance, Mitski apareció en escena lentamente como el fantasma de una geisha. Reverenció a la audiencia y arrancó con el galope demoledor de “Lift Me Up”. La cantante inglesa es una ninfa lista para encamarse con violencia o arrancarte los dientes con las manos, no tiene punto medio. Japonesamente marcial y teatral. Americanamente dura y concreta. Pasó de las baladas oscuras, engalanadas por su baile entre lo interpretativo y lo contemporáneo con “Working For the Knife” y al ultrapop industrial de “I Don’t Smoke”. No dio respiro, entre piñas y patadas voladoras cual karateka y trajo otra síntesis de su fórmula en “Washing Machine Heart”. Rebotó consumida por el espíritu de sus canciones cortas que corren apresuradas hacia un mismo destino final: un estribillo deseado, bien aspectado, y tan pero tan pegadizo que si fueran caramelos vivirían por siempre en las muelas de quienes los escuchen.
Para “Geyser”, sobre un mullido acolchado de teclados, cargó el micrófono en una imagen sisifeana. Podrían elucubrarse gruesas metáforas que unan esa foto con el cachetazo de fama indeseada que le trajo Be The Cowboy (2018), su quinto disco. También es fácil comparar la puesta en escena que lleva adelante con las de Peter Gabriel o Kate Bush, pero es en el tono donde pega diferente con las catárticas explosiones de locura que emite, casi poseída como Isabelle Adjani en la famosa escena del subte de Possession (1981). Lo suyo está en un limbo de movimientos quebrados, constantes, que la llevaron a la bola de guitarras de “Me and My Husband” o a la marcha industrial de “Drunk Walk Home”, donde se mostró como una estatua de arena bañada que se desintegraba con cada paso que intentaba dar. Así, de hito en hito, con “Nobody”, el megahit de TikTok y (quizás) el porqué de la psicosis por su figura en el país y el otro extremo de su cuerda floja. Mitski habita un gris complicado de hallar; ese género en el que los artistas cantan “mañana me mato” con una sonrisa en la cara mientras rasguean acordes mayores.
Con “A Pearl”, una canción de melodías dulces, guitarras desgarradoras y su voz en alza al comando del suplicio que supone haberse enamorado de una causa perdida, comprimió todos esos aspectos. Ni por un segundo era posible bajar la guardia frente a semejante intensidad. Sólo había que rendirse y abrir las puertas del corazón, casi como si se estuviese parado bajo el dintel del infierno.