14/11/2022

Primavera Sound Buenos Aires: Arctic Monkeys, Lorde, Interpol y más

Pilotos de tormentas.

Rodrigo Alonso / Gentileza
Primavera Sound Buenos Aires

Arctic Monkeys comenzó su set subacuático en el Primavera Sound Buenos Aires con la primera de la cosecha The Car. “Sculptures of Anything Goes” trajo un signo ominoso a la lluvia que había emprendido su ataque minutos antes del arranque. Las esculturas de mármol sobre las que cantaba Alex Turner no pudieron aplacar la garúa ni siquiera con ese paraguas de teclados oscuros y melodías ribeteadas. De negro y pintón, casi a punto de pedirse un vermouth, Turner apoyó el Old Fashioned en la barra y salió despedido hacia el tanque de nitroglicerina a punto de explotar que era “Brianstorm”. Allí comenzaron los primeros conflictos.

Silencio. La banda pidió calma. Turner no sabía cómo detener a la multitud que se apiñaba contra las vallas. “Cornerstone” entró luego de unos cuantos minutos de pausa como una golosina de dulces guitarras para calmar a las fieras. Sin embargo, cuando continuaron con “Snap Out of It”, la música se cortó abruptamente y la banda desapareció. Una vez más, pero esta vez en castellano para que todos entendieran, la producción rogó al público que se calmara. Se había notado en escena:  el grupo inglés se mostró con semblantes de preocupación e incomodidad.Pasado ese hiato, el más largo hasta el momento, volvieron con "Why You’d Only Call Me When You’re High" bajo el brazo como una medicina de rock de camperas de cuero contra el mal trago. En continuación con el medio tiempo, para no agitar demasiado a las masas, trajeron “Four Out Of Five” con un Turner al micrófono, más molesto que distendido y balanceándose cual un tigre de bengala mientras la banda se ajustaba otra vez el traje de lounge.

“Arabella”, con la batería de Matt Helders y la guitarra de Jamie Cook, devolvió la electricidad a una tormenta que estaba a punto de impartir sus propios rayos. Una aguada versión de “Potion Approaching” pareció un volantazo de último momento casi jodón, como si supieran lo que se aproximaba. Por momentos blusera, dejó el camino de pétalos de rosas armado prolijamente para el lento que extrajeron de algún lugar de los setenta. “There’d Better Be a Mirrorball” patinó sobre un parquet encerado con una paz atípica para los Arctic Monkeys. Nick O’Malley llevó con su bajo de absoluta precisión el volante del auto de cristal sobre el que Turner surfeó los falsetes.

Para “Do I Wanna Know” probaron con estirar los límites del quilombo sin romper a nadie, midiéndose en sus tiempos casi con centímetro de sastre para evitar sobresaltos. “Tranquility Base Hotel + Casino” aportó el whisky a los vasos a medio llenar con agua. También, ayudó a dejar en claro que lo de Arctic Monkeys no es un juego ni un capricho. Su transformación es total, al punto que pueden deformar un setlist entero con tal de mantener a raya cualquier tipo de locura. O quizás no, y solo disfrutan de bordear los límites de lo que se espera de una bandita de rock, porque automáticamente después le siguió la acelerada “Pretty Visitors” con una guitarra en once al mejor estilo Spinal Tap. 

Turner rogó nuevamente por la prudencia y para que el público se cuidara mutuamente y así desencadenó a la bestia con “I Bet You Look Good on the Dancefloor”, una que sin dudas paga mejor cuando se hace desear. Aunque, de nuevo, la acción fue interrumpida y el escenario se fundió a negro. "Body Paint" entró paqueteándose con una mano en el bolsillo y sorna sensual. La cándida voz de Turner y los reflejos pélvicos de los riffs de guitarra evaporaron las gotas de piano, así como las que caían del cielo. “505” le puso el moño a un concierto que, aún a media máquina, nunca dejó de dar momentos álgidos. Arctic Monkeys sin dudas está viviendo un momento de quiebre, de esos de los que luego se hablan cuando se discuten discografías. Y, usted, ¿es post o pre Tranquility Base?

Que el clima jugase en contra de la presentación de un álbum centrado en el poder de la naturaleza podría calificar como revés poético. Lo cierto es que a Lorde le tocó interpretar las canciones de Solar Power bajo una cortina de lluvia que de algún modo amenazaba con volver inútil el gran reloj solar ubicado en el centro de su escenografía. Pero para sorpresa de nadie, la neozelandesa demostró que su repertorio puede prescindir del contexto y desarrollarse como dentro de una burbuja, una coraza protectora emocional basada en el apoyo mutuo. “Si alguna vez te encontrás en una situación difícil, recordá este momento. Nosotros te tenemos”, le dijo a su público antes de “Hard Feelings”, una canción que habla justamente de superar adversidades en lo personal, ahora convertida en aliento al cambio colectivo. 

La tercera visita de Lorde a la Argentina la encontró consolidada en el lugar de artista pop, en el sentido más amplio del término, un punto de fuga en el que confluyen la música popular y la sensibilidad creativa. A mitad de camino entre Madonna y Kate Bush, Lorde presentó en Primavera Sound Buenos Aires una colección de canciones que durante el primer tramo del show privilegiaron la intensidad anímica por sobre la musical. “The Path”, “Homemade Dynamite” y “Buzzcut Season” atizaron el fuego de manera lenta para el in crescendo de “Ribs” y un nuevo agite colectivo: “este clima está enloquecido, pero estamos todos juntos en esto”. Así, Lorde fue fluctuando entre la psicodelia para instagram de “California”, “Mood Ring” y la cuota de intimismo a cargo de “Liability”, acompañada solamente por un piano. 

Y si la manera de evitar acusar recibo de la mezcla de lluvia y frío era el movimiento, “Royals” y “Supercut” fueron un incentivo suficiente que encontró su desenlace natural en el estallido de “Green Light”. Y como el rasgueo percusivo de “Solar Power” no calificaba para una despedida épica, Lorde dejó en manos de sus fans la elección del cierre, y así fue como “A World Alone” puso fin a su show y, sin saberlo, también al festival.

(Fotos Lorde: Gentileza Trigo Gerardi)

Antes del diluvio universal, estuvo el corralito de paz que montó Phoebe Bridgers. Contra cualquier pronóstico que podía dar una intro con “Down With The Sickness” de Disturbed, el logo con su nombre al mejor estilo death metal que apareció en la pantalla y que más adelante se colgara una guitarra B.C. Rich, que bien podría pertenecer a las manazas de Kerry King, Bridgers dio un show relajado y sin tensiones. “Motion Sickness”, donde mejor se aprecia su Toque de Midas para escribir canciones por la forma en la que combina la podredumbre de la distorsión con una voz cautivante, fue la primera en romper el hielo. Casi como si quisiera sacársela de encima y pasar a la verdadera enjundia de su set: las baladas de desamor.

“Kyoto” y “Punisher”, puestas espalda con espalda, se sintieron como un fugaz viaje a una chick-flick de los noventa; si se cerraban los ojos y se apreciaba la vulnerabilidad que emanaba de cada rasgueo en su guitarra acústica, podían verse claramente esos suburbios norteamericanos donde los amores son intensos, volátiles, pero siempre terminan bien. La voz de Bridgers arrulló en “Moon Song”, se acopló a un banjo cuando fue el turno de “Graceland Too” y mordió yugulares cuando el cierre con “I Know the End” pedía a gritos un poco del cheddar que sólo los norteamericanos saben hacer.

Flotaron trompetas, pianos y ocasionales repiques de piano en el Primavera Sound Buenos Aires para las atmósferas campestres, pero al final revoleó su guitarra a un miembro de la banda para que ejecutara, como diría Jack Black, un face-melting solo mientras ella se paseaba en el pozo con los fans. Allí, donde los gritos parecían acoplarse hasta simular una puntada de Rob Halford en Judas Priest, Phoebe Bridgers tejió el puente entre su estética y la música, que no es obligación que siempre vayan juntas a la par.

A 20 años de su debut, la reinvención apareció como una necesidad imperante en la carrera de Interpol. Esa política de cambio es tangible en sus dos últimos discos, Marauder y The Other Side of Make-Believe, y también en la manera en la que encaró parte de su propio pasado en el Primavera Sound Buenos Aires. “Untitled”, de su álbum debut, sonó más compleja en lo rítmico que en su versión original, y algo parecido ocurrió más adelante con “Obstacle 1”, del mismo disco, cuando el baterista Sam Fogarino redefinió la base de la última parte del tema. Entre una instancia y otra, la banda neoyorquina (un trío expandido a quinteto con la suma de un bajista y un tecladista) desarrolló un set basado en la tensión entre canciones claustrofóbicas y los chispazos guitarreros que el cambio de milenio trajo al mundo en general y a Nueva York en particular. 

Las canciones de The Other Side of Make-Believe aportaron pequeños bloques atmosféricos y vientos de cambio, como “Toni”, con el guitarrista Daniel Kessler en los teclados, “Fables”, y “Passenger”, la banda de sonido involuntaria de los relámpagos que se aproximaban a Costanera Sur. Los climas aletargados de “Narc” y Rest My Chemistry” parecían anticipar un Interpol más contemplativo, hasta que “C’Mere” y “All the Rage Back Home” se abrieron paso a fuerza de post punk forjado en una metrópoli, una idea que “The New” pareció sintetizar en una sola canción a fuerza de un entramado de armonías. Para el final, “PDA” y “Slow Hands”, de sus primeros dos discos y en versiones fieles a sus originales de estudio, la prueba de que no siempre es necesario acudir al cambio por el cambio mismo.