
Sentada en una silla de madera al lateral derecho del escenario, la figura de Natalia Lafourcade contrastaba con la enormidad de la sala, y también con la cola de su vestido negro. La cantante mexicana entró escoltada por la imagen de la chamana mazateca María Sabina, cuya voz sonaba de fondo con un mensaje que parecía hecho a medida de la estrella de la noche. Lafourcade parece haber tomado como norma una frase como “Vuélvete cada día más lista haciendo caso a tu intuición, mirando el mundo con el ojito de tu frente” y lo demostró en su show en el Movistar Arena, con tres horas de un espectáculo que le dio carácter multitudinario al intimismo.
En su primer show en Buenos Aires en cinco años, Natalia Lafourcade buscó la manera de encontrar cómo su presente dialoga con su pasado. Así como en su show en el Gran Rex en 2018 priorizó su búsqueda en el regionalismo crítico, en esta ocasión la artista decidió dedicar la primera hora de show a su último álbum, De todas las flores, publicado en 2022, y cuyas once canciones sonaron en el mismo orden que en el disco. Sin más recursos que voz y guitarra, el comienzo de “Vine solita” hizo crecer el clima de a poco, un arrullo existencialista que le abrió el paso al bolero que da nombre al disco y “Pasan los días”, una balada en cámara lenta que redobló su pulso sin preavisos.
Después del minimalismo extremo de “Llévame, viento” y el soul emprolijado de “El lugar correcto", “Pajarito Colibrí” fue una celebración de la libertad como bandera, tanto en la música como en la vida. Sin mediar explicaciones, “María, la curandera” conmemoró vida y obra de María Sabina, con la canción convertida en un acto chamánico, un gesto intenso que contrastó con la sutileza de “Caminar bonito” y los aires caribeños de “Mi manera de querer” y “Canta la arena”. Para el cierre del bloque, Lafourcade trajo tranquilidad a quizás el mayor temor humano con “Muerte” (“Le doy gracias a la muerte por enseñarme a vivir, por invitarme a salir a descifrar bien mi suerte”).
Después de un pasaje instrumental a cargo de su banda y cambio de vestuario mediante, el segundo bloque puso el foco en la música de raíz, que comenzó con la ranchera “Cien años”, de Pedro Infante y en el bolero triste de “Tonada de luna llena”, del venezolano Simón Díaz. Tras recurrir a la tradicional “La llorona”, Natalia Lafourcade recibió a su primera invitada: Adriana Varela. Codo a codo en una mesa ubicada en el extremo izquierdo del escenario, ambas interpretaron “Alfonsina y el mar” y “Volver”, acompañadas por el bandoneón de Gabriel Merlino, y en un contraste amplio de voces: de un lado la fragilidad, del otro el vendaval.
El mar de teléfonos celulares que acompañó “Soledad y el mar” fue la reivindicación del talento nato de Lafourcade como bolerista, como también lo dejó en claro “Para qué sufrir”, la canción a la que invitó a Mateo Sujatovich, separadas entre sí por “Lo que construimos”. y si de ir al origen se trata, “Hasta la raíz” hizo el balance entre nombre y contenido, una canción en la que la cantante va al origen, al punto cero de la música de su país, algo que estuvo aún más presente en el son jarocho de “Mi tierra veracruzana”, la canción con la que pintó su aldea para pintar el mundo.
El guiño cumbiero de “Nunca es suficiente” funcionó de antesala a una extensa versión de “Tú sí sabes quererme”, su celebración del “amor bueno, del que no es tóxico”, lo que podía contar ya como un cierre más que válido. Sin embargo, tras unos escasos minutos de ausencia, Lafourcade regresó al escenario sola, para recibir a Kevin Johansen, y repetir la dinámica de su encuentro en el Gran Rex en 2018. En un aire de complicidad y admiración mutua, interpretaron “Tú ve”, para despedirse en fade out con “La fugitiva”, de Agustín Lara, una figura que parece sobrevolar la obra de Lafourcade como un guía silencioso a quien ella parece escuchar con atención.