
"¿Están listos?", pregunta Ozzy Osbourne apenas pasadas las 21 sobre el escenario de Vélez. Junto a él, Tony Iommi, Geezer Butler y Tommy Cufletos completan Black Sabbath, el cuarteto más escabroso que haya dado la historia del rock y que se prepara para su última herejía. Entonces suena el tritono, el intervalo que fue prohibido en las iglesias de la Edad Media porque su disonancia evocaba al diablo (Diabolus in musica) y que tiene ahora, en los dedos mochos de Iommi, una resonancia industrial, más peligrosa que nunca.
El comienzo con "Black Sabbath" significó, además de la referencia al nombre del grupo, una definición de su sonido arquetípico. Mientras las cuerdas diseñaban con paciencia una atmósfera espesa de hard blues putrefacto, Ozzy soltaba su sonrisa infame con esa voz quejosa de registro inclasificable: "Satán está sentado ahí, se ríe / Mirando cómo las llamas se vuelven cada vez más grandes". Cuando la repetición alcanzó su punto máximo de algidez y reverberancia, se desata el machaque esperado, ese anexo final que nada tiene que ver con lo que sonó antes. Cuatro personas sonando con la pesadez de mil orangutanes corriendo por las playas del Mediterráneo.
Aunque por momentos "Fairies Wear Boots" tomó forma de relajo psicodélico, con Geezer Butler eligiendo las notas con arteridad sorprendente y Cufletos martillando cada parche de su batería, la ceremonia pagana retomó su andar por las sombras de la mano de la dupla "After Forever" - "Into The Void" (ambos de Masters of Reality, 1971). Todo aquello que Black Sabbath construyó desde los márgenes más inexpugnables de una Inglaterra de capitalismo tambaleante, empezó a tomar forma de ritual consagratorio cuando Ozzy soltó la capa y se arrodillo para reverenciar a la marea de almas negras que agitaban debajo del escenario. Porque esta gira despedida tiene el sabor de reconocimiento paternal. Si Led Zeppelin abrazó la pesadez desde la sobreelectrifcación del blues y Deep Purple desde la aceleración, Sabbath le dio al heavy metal su imaginaria y su consolidación subalterna.

"War Pigs" fue, desde la sirena inicial y las luces rojas paneando el estadio, un ejemplo de arquitectura heavy metal. Una vez que la intro marcó el juego de silencio y distorsión para generar un vacío tan aterrador como la mirada de Ozzy, el juego de pregunta y respuesta entre el jorobado de Birmingham y el público estableció el tono pacifista del tema: "En los campos los cuerpos se queman / Mientras la maquinaria de guerra sigue girando". A la izquierda, Iommi apilaba riffs deformes y se paseaba misterioso, con el porte de un monje que camina vigilando los pasillos de un monasterio separatista.
Después de que "Behind The Wall of Sleep" fuera el único paso en falso de la noche, una interpretación poco convincente y un sonido que nunca alcanzó el volumen necesario para transportar el tamaño de las composiciones, llegó "N.I.B.", esa canción de amor en la que quien te ofrece a tomar su mano es el mismísimo Lucifer, para devolver las cosas a su lugar. Allí Ozzy entregó sus mejores agudos y Butler puso su bajo a serpentear como una boa en busca de su presa. Derecho a la recta final, el solo de Cufletos arremetió en "Rat Salad" y "Iron Man" entregó el unísono obsesivo de guitarra y voz que no ha perdido efectividad después de tantos años, excesos, idas y vueltas.
El registro medio de Ozzy en "Dirty Women" y el arpegio inicial de Iommi vehiculizaron lo más parecido a una balada. Pero claro que para Sabbath todo se trata de una emboscada para llevarte a las aguas pantanosas de un bosque tenebroso en el que siempre va a haber un riff de dimensiones brutales para llevarse puesto absolutamente todo. Con "Children of The Grave" y "Paranoid" -el único bis-, el cuarteto cerró su última presentación en suelo argentino. A la altura de su historia, y la de todo un género que no para de referenciarlo aún a más de 45 años después de su aparición, Black Sabbath se tomó apenas 13 canciones y 90 minutos para tener su merecida orgía de magia negra.
