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Mariano “Manza” Esain tiene la extraña habilidad de encontrarle la belleza a situaciones o escenarios que en la superficie ofrecen lo opuesto. A lo largo de dos décadas, supo presentarse en cada uno de sus proyectos (Menos que Cero, Flopa Manza Minimal y, claro, Valle de Muñecas) como un piloto de tormentas mentales capaz de amalgamar melodías diáfanas con versos afectados al borde del sufrimiento y la desesperanza, siempre sin forzar las fórmulas.
El tercer trabajo de estudio de la banda (que completan su hermano Luciano en batería, Fernando Blanco en guitarra y Mariano López Gringauz en bajo) que lidera hace más de doce años no sólo no escapa a la fórmula, sino que la potencia y la ensancha. El final de las primaveras se perfila como una colección de once canciones que van del power pop al garage, con escalas en el noise y otras zonas aledañas. Con ese telón sonoro de fondo, Manza convierte sus letras en viñetas de colores opacos en las que las derrotas ya son moneda corriente.
“Las espadas del sol” y “Una hoja en blanco” funcionan como el carreteo del recorrido del disco. Al sentimentalismo de la primera le salen al cruce las guitarras entrecortadas en clave post punk de la segunda. El track siguiente, “1000 kilómetros”, ofrece lo mejor de la fórmula de Valle de Muñecas: un clima a medio tiempo sostenido por arpegios, que se electrifican y tensan en un estribillo que respira liberación, con un viaje a ninguna parte como huida necesaria (“La infinita soledad es nuestra, nada más / A 1000 kilómetros de que amanezca”).

A la mitad del recorrido, “Esta vez” se perfila como una vuelta de tuerca necesaria. Acompañado de su guitarra acústica, Manza firma con susurros un armisticio sentimental (“No hagas más preguntas que no pueda responder / Y no haré intentos de recuperarte”). El clima parece quebrarse en el aire, hasta que el tintineo de un glockenspiel se da de bruces contra una pared de fuzz. Todo sin que la atmósfera pierda su más absoluta fragilidad.
“La llave de los días mejores” ofrece una lectura actualizada del beat, con una batería que dialoga a los saltos con guitarras distorsionadas. Las cosas son más simples en “Insomnio”, una obra de relojería del pop bien entendido que logra algo impensado: arrojar un poco de belleza sobre algo tan improbable como lo es la falta de sueño. En cambio, el remanso acústico de “La cura y el dolor” ofrece dos constantes en la obra de Esain: el destino librado al azar y las cosas buenas entendidas casi exclusivamente como un bálsamo del mal.
En la recta final, “Reinvención” arroja pequeñas máximas de supervivencia (“Los acuerdos son victorias del sentido común”). Sus arabescos de guitarra se diluyen ante la llegada de “El final de las primaveras”. En el tema que da nombre al disco, Valle de Muñecas juega a crear desde cero un clima de nubosidad variable. Mientras la letra narra una despedida en la que los sentimientos se ponen cada vez más ásperos ("Lo que está escrito no va a cambiar / En algún lugar descansan los recuerdos"), un final en falso convierte los últimos minutos del tema en un collage sonoro dominado por punteos pasados al revés y nubes de estática. El clima parece sugerir un colapso, pero de a poco todo se vuelve construir con normalidad. Al igual que en su lírica, Manza de eso parece saber bastante.