

Cult / RCA / Sony Music
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Al igual que Jack White, los cinco miembros de The Strokes parecen tener la certeza de que el rock murió. El dato sería menor si no fuera porque la banda de Nueva York fue una de las encargadas de volver a poner a la música de guitarras en un lugar protagónico en el cambio de milenio. Dos décadas después, la situación parece ser otra, tanto hacia afuera como intramuros: con el pasar del tiempo, las cinco individualidades que integran el grupo han tomado cada vez más distancia respecto a las necesidades artísticas de los demás. En el medio de todo ese contexto, publicar un disco por primera vez en siete años es una maniobra tan indescifrable como quizá necesaria para sus propios creadores.
Con la producción de Rick Rubin como recurso de salvataje, The New Abnormal no sólo está atravesado por toda esa situación: en cierto modo, es la definición de la situación en sí. Quien esté esperando el equivalente en 2020 a “Last Nite”, “Someday” o “You Only Live Once” no sólo se sentirá defraudado, sino que además deberá prudentemente seguir de largo. El disco es una suerte de continuación de la búsqueda de su antecesor, Comedown Machine, con las fichas más ordenadas. Lo que en 2013 fue el esqueleto de un álbum patidifuso que ni siquiera tuvo presentación formal ni de ninguna otra índole, ahora es el punto de partida para algo que toma una distancia radical del garage rock y se mete de bruces en un tour de force retrofuturista dominado por la nostalgia.
Como si fuera una versión de “Is This It” procesada a través de una placa de 8 bits, “The Adults Are Talking” apuesta por una economía de recursos en la que conviven una caja de ritmos, guitarras que suenan como teclados y Julian Casablancas al frente, con la versión más limpia posible de su voz. “No podemos evitar ser un problema / Estamos intentando bastante llamar tu atención”, se sincera el cantante en la previa a un estribillo que comienza con algo que parece un mensaje autodirigido: “No te metas ahí porque nunca podrás volver”. Sobre el final, el tema cobra vigor y todo suena como si The Strokes tocase en el mundo de Tron, mientras los falsetes de Casablancas hacen pensar en su feat junto a Daft Punk.

Con una guitarra con el pedal de fuzz a volumen 11, “Selfless” le pasa por la esquina al rock, pero sin la intención de quedarse demasiado tiempo cerca de la ochava. “Brooklyn Bridge to Chorus” -con un juego de palabras como ornamento- evoca todos los ochentismos posibles (ay, ese teclado…) pero, por arte de magia, su estribillo logra evocar una postal más o menos precisa de la quintaesencia de The Strokes, mientras la letra habla sobre un tiempo pasado que fue mejor, una constante a lo largo del disco. Lejos de ser un caso aislado, “Bad Decisions” refuerza el cambio de década, entre olas de chorus, post punk con anfetaminas y una cita muy poco disimulada a “Dancing with Myself”, de Billy Idol.
En ese plan de viaje al pasado, el funk expansivo de “Eternal Summer” toma ideas prestadas de The Psychedelic Furs y pone a Casablancas en una de las mejores performance vocales de su carrera, en un ida y vuelta entre los agudos y el desgarro de su garganta. Y entonces, “At the Door” arroja por la borda toda posibilidad de un guiño a quien simpatizó con lo que The Strokes tuvo para ofrecer hace dos décadas: la voz de Casablancas es el único complemento humano para un enjambre de sintetizadores tocados en cámara lenta, una suite robótica densa y atrapante que podría ser el telón de fondo para el discurso de la muerte de Roy Batty en Blade Runner. Tal vez por eso mismo, “Why Are Sundays So Depressing?” es lo más cercano a un giro garagero en el disco. A sólo dos canciones del final del disco, Casablancas canta desde el lugar de una persona que añora el pasado mientras ve que su presente se desmorona. Otra vez.
Casi como una declaración explícita de principios desde su nombre, “Not the Same Anymore” es otro de los pocos intentos del formato de banda de recurrir al formato de banda de rock pero, como su título lo indica, ya no son los mismos que antes. Por eso, más allá de poner en su arte de tapa a la obra de un neoyorquino hecho y derecho como Jean-Michel Basquiat o de citar al club local de béisbol en el título de su canción de cierre, “Ode to the Mets” suena más a despedida que a reivindicación de localía. Mientras un sintetizador y una guitarra suenan a destiempo, un Mellotron acomoda la rítmica para que Casablancas y compañía recuerden tiempos pasados en la ciudad que los vio nacer y de la que ya no parecen (ni quieren) ser sus embajadores.